domingo, 4 de mayo de 2008

El fin de la inocencia 14

Campo literario jujeño en la década del noventa: Salida

Leer: El fin de la inocencia 13

Como ya expresamos, el campo literario se construye a lo largo del tiempo. Existen numerosas variables que lo constituyen y pueden alterar las distintas posiciones que ocupan los escritores. Para que éste se consolide hacen falta, por lo tanto, buenos libros, críticos, libreros, editores, funcionarios calificados, publicaciones literarias y lectores atentos. Además, el campo debe contar con una autonomía relativa.

En Jujuy, los libros que son considerados importantes[1] de los noventa son: Anuarios del tiempo, tomos I y II de Groppa, No esperar nada más de las estrellas de Baca, Bitácora del aire de Alabí, La marca de Carrizo y Música para corderos de Constant.

Los dos tomos de Groppa relatan de manera explícita la cotidianidad de esta ciudad. El estilo poético es totalmente anticonvencional: al verso libre le agrega el hablar coloquial que él registra de las calles y obtiene un lenguaje distinguido que, en parte, explica las tramas de nuestra jujeñidad. Un trabajo inexplicablemente inédito aún (Los Tiprofi”) es quizás su obra más relacionada con realidad inmediata; en ella, el poeta deja constancia de unas de las épocas más duras que vivimos los jujeños después de las atrocidades de la dictadura. Estos libros no están formados por poemas que se entienden por la coyuntura política y social, por el contrario: son estos versos los que, de alguna manera, explican a los crueles años que vivimos.

Los libros de Baca y Carrizo contienen páginas que ya habían sido editados en libros anteriores. La diferencia radica en que los cuentos nuevos que agrega Baca incrementan el valor de la obra (posiblemente el cuento que da título al libro sea uno de los mejores que se han escrito en la década). No se puede decir lo mismo con respecto a la antología de Carrizo, los últimos poemas que incluye se refieren a leyendas regionales que al ser traducidas al lenguaje poético pierden lo atractivo de su origen popular.

Bitácora del aire tiene el mérito no menor de ser una obra que se puede leer, en diversos párrafos, a las carcajadas. Posee, al igual que los poemas de Groppa, una rápida conexión con la realidad próxima. Quizás estas características justifiquen a los escritores jóvenes (y a los no tanto) que prefieren esta obra.

El título del libro de Constant remite a Música para camaleones de Truman Capote. Éste escribió en el prólogo que su vida como artista podría ser proyectada con el gráfico de una fiebre que tiene altos y bajos. No hay dudas de que la obra de nuestro escritor también puede ser registrada con picos y depresiones. Ya dijimos que él es el único narrador que obtiene un premio importante a fines de los ochenta, después abre los noventa con esta obra que es reconocida por los escritores pero ignorada por los comentaristas (por razones ya apuntadas no coloco la palabra “críticos”) que rondan por las revistas y suplementos literarios. Finalmente, su obra entra en un periodo de silencio que llega hasta los primeros años de la siguiente década.

Una mención aparte merece la obra Venecia de Accame. Estrenada, como teatro semimontado, en junio de 1997, en Buenos Aires, rápidamente obtuvo un éxito que traspasó las fronteras. Al año siguiente, se estrenó en la misma ciudad, con la dirección de Helena Tritek en el Teatro del Pueblo. Además, fue estrenada en quince provincias argentinas. En tanto que, en el exterior, se representó, en 1999, en Montevideo, Nueva York y Santa Fe de Bogotá; un año después, en Santa Cruz de la Sierra, en Londres y en Santiago de Chile; en 2001, en México DF, Montreal, New Brunswick (USA); en 2002, en Lima y en Kranj (Eslovenia); en 2003, en Río de Janeiro, en Lisboa, en Madrid y, dos años después, en Barcelona. La obra, en 1998, obtuvo el premio al mejor espectáculo del off que otorga la Asociación de Cronistas del Espectáculo (ACE) y otros que no vamos a detallar; sí vamos a aclarar que ninguna de esas distinciones fue en Jujuy.

El desentendimiento de los organismos locales en la implementación de una política cultural sostenible, dejó un espacio que nadie ocupó y, lo que es mucho peor, ningún escritor (excepto Groppa y Fidalgo) denunció públicamente. Nadie debería ignorar que la manera de apreciar el arte es uno de los indicadores que permiten medir el grado de la desigualdad social. Es, en esa apreciación, en la que deberían incidir las políticas culturales.

Muchos escritores creían –con una inocencia empujada por la utopía democrática– que el poder político iba a retomar acciones de estímulo cultural, en especial aquellas destinadas a los autores jóvenes; que iba a reconocer a los escritores de larga trayectoria, que iba a fomentar el gusto literario o que iba a reeditar las obras literarias importantes que se encuentran agotadas. Pero nada de eso sucedió.

Tampoco existió una profesionalización en la acumulación de un capital simbólico por parte de los escritores posteriores a la generación de Tarja; por otro lado, ningún escritor recibió un salario aceptable por su tarea específica como tal, ni siquiera hubo un acercamiento al periodismo de opinión como práctica constante rentada. Contrariamente a lo que expresó Espejo en un libro reciente, son muy pocos –en rigor, nada más que tres– los escritores nacidos en la década del 50 que realizan trabajos vinculados con la carrera de Letras de la UNJu. Además, sólo un autor entró de lleno en las leyes del mercado y, aunque su obra carece de valor literario, genera prácticas de ventas que más de un escritor desearía reproducir.

El silencio de los escritores sirve para entender, además, que no siempre es fácil articular respuestas frente al impacto de políticas que erosionan la autonomía del campo literario. Muchas veces la ausencia de palabras precisas no se debe solamente a una cuestión de voluntad; al ser agentes especializados de la producción cultural, los escritores son, además, una representación de lo que somos.

La única obra que apareció con un sentido colectivo fue el folleto de circulación limitada que apareció para festejar los ochenta años de Fidalgo. Esa publicación determina –de manera emblemática– el fin de una época y el comienzo de otra, señala que el campo literario puede estar asociado con el político (en ese sentido, el texto de Mangieri es muy significativo) y que la autonomía literaria está en su etapa final.

Creo que a esta altura del texto no hace falta aclarar que el cambio es una situación que alucina a los escritores. Sí es necesario afirmar que Octogenario, las pelotas no fue planificada por las instituciones culturales ni respondió a la lógica del mercado ni a la demanda de los medios de comunicación; fue el producto de una sana conspiración de escritores porque ellos representan también lo que queremos ser.

En resumen: los noventa comenzaron de manera auspiciosa, varios autores habían cosechado importantes premios, existía una ley para los escritores, una editorial se ponía a la altura de la mejor tradición universitaria, un suplemento literario funcionaba como la gran puerta de entrada al campo literario, existía una funcionaria que tomaba la sugerencia de un jurado como una obligación y, como si fuera poco, una antología y los primeros números de una revista trascendían al espacio local. Después, cada cual se conformó con ocupar un lugar fijo que congeló por unos años al campo, el Estado abandonó su rol de promotor cultural y, recién a fines de la década, apareció la necesidad de reposicionarse para recuperar una lengua y sus sentidos que también habían sido contaminados por el menemismo y su política de sálvese quien pueda. Hubo que darse cuenta que la dictadura nos había afectado más allá de lo que creíamos, que el término “nuevo” no dura para siempre y que la inocencia era algo que también se había perdido.

San Salvador de Jujuy, noviembre de 2007.


[1] Según resulta de las respuestas de los veinte escritores que contestan la Encuesta a la literatura jujeña contemporánea, op. cit.

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