jueves, 14 de julio de 2005

Amores mal curados


La novísima editorial Perro Pila presentará, en la Feria del libro de Jujuy (Argentina), Memoria del olvido, obra de Reynaldo Castro. A continuación, reproducimos el prólogo y un poema.

[Nota publicada en La Revista. Año 2, número 14, San Salvador de Jujuy, julio de 2005]

He practicado diversos géneros periodísticos (la crónica, la entrevista, la nota de opinión, el editorial) y también realicé algunos prólogos a libros de poesía. En todos, una parte de mí se ha expuesto y, creo, ha salido más o menos indemne. Gran mérito en todo esto lo tienen los lectores que han sabido interpretar, sugerir cambios y ser generosos con algunas ideas que escribí pero que ya no me pertenecen.

Siempre hay una marca de origen en todo acto de comunicación. El mío comenzó con un libro de poemas que publiqué en 1987, hace casi veinte años, en la cooperativa gráfica que comandaba (y aún lo hace) el poeta Jesús Ramón Vera, en Salta. El amigo “Verita” me hizo sentir como el autor importante que no era y, a partir de entonces, he desarrollado una modesta -pero visible- obra ligada al arte y la comunicación.

A pesar de los años transcurridos, no dejo de impacientarme cuando algún escrito mío va a salir en una publicación. Me emociona pensar que pueda interesarle a alguien algo que escribí; digo esto porque yo me he salvado muchas veces de morir gracias a determinados contenidos expresados por medio de una buena forma.

Lo anterior puede parecer una exageración pero, estimados lectores, créanme que es rigurosamente cierto.

Hubo un tiempo en que yo no podía salir a la calle si no llevaba, en mi bolso, una antología de poemas surrealistas. Es posible que mis amigos del barrio 23 de Agosto -quizás el barrio más orillero e interesante de Palpalá- descrean esto que digo pero no tengo espacio aquí para demostrar que he superado a las grandes tormentas del alma gracias a aquellos vanguardistas franceses.

Nombro a amigos de un barrio porque sé que algunos de ellos, al igual que muchos turritos del centro, estiman más el tener un buen entrenamiento físico que conocer letras dictadas por el automatismo psíquico de autores que ampliaron los límites conocidos del arte. Es posible que algo de razón tengan porque, en última instancia, el valor se mide por lo que se aguanta con el cuerpo. Sin agotar esta discusión, quiero dar fe de que muchas veces me he salvado de recibir una golpiza por tener la lengua rápida para la frase insultante, facilidad para poner apodos y la aclaración a viva voz -previa a la corrida salvadora- de que siempre habrá alguien que se burle del matón del barrio.

Salvo la característica maratónica, todas las otras las aprendí gracias a los libros. Por ellos aprendí a defenderme y la luz que me protege todavía no se apaga.

Deben ser ya como veinte años que descubrí textos que hablaban -directamente o no tanto- de Jujuy. Mi primera sorpresa fue que sus autores eran de esta provincia o estaban aquerenciados aquí desde hace rato; la segunda, que casi todos estaban vivos. A varios de ellos los siento como si fueran de mi propia familia y sus obras también han viajado por mis bolsos.

Releo lo que escribí y descubro que doy muchas vueltas para decir las cosas. Simplemente quiero decir que me he enamorado varias veces. La primera vez fue en un baile de carnaval, en el local de la comparsa Los Pecha-Pecha, más allá de la fábrica de acero; la más intensa ocurrió en un banco de la plaza Belgrano; otra vez me enamoré de la mujer de André Breton (“mi mujer con ojos de agua para beber en prisión / mi mujer con ojos de bosque eternamente bajo el hacha / con ojos de nivel de agua de nivel de aire de tierra y de fuego”); después, de ocho poetas y edité una antología; en los últimos años mantengo un amor con unas mujeres que me hablaron de vidas intensas y cuyas historias están en un libro de no-ficción y en otro anterior cuyo prólogo me desbordó y cambió la vida.

Algunos de esos amores mal curados han dado letra a los poemas que siguen. Los escribí durante casi dos décadas -me apresuro a manifestar que eso no significa ningún mérito- y debo confesar que su aparición me pone un poco malhumorado, no sólo por mi natural impaciencia sino porque sé que la poesía es el género que más me expone y siempre temo que su luz se apague.

(No hablé de unos amores clandestinos que formarán parte, si no me curo, de otros libros, como tampoco aclaré que aún prefiero a los barrios alejados del centro. Ya se habrán dado cuenta ustedes que soy bastante lerdo para cumplir mis proyectos.)




El autor
Nació en San Pedro, en 1962. Ha publicado: Sin solución de conformidad (Salta: Tunparenda ediciones, 1987); El escepticismo militante: Conversaciones con Ernesto Aguirre (Córdoba: Alción Editora, 1988) y Con vida los llevaron: Memorias de madres y familiares de detenidos-desaparecidos de San Salvador de Jujuy, Argentina (Buenos Aires: La Rosa Blindada, 2004). Además ha editado, seleccionado y prologado: Nueva poesía de Jujuy (San Salvador de Jujuy: Daltónica, 1991) y Oficio de aurora de Alcira Fidalgo (Buenos Aires: Libros de Tierra Firme, 2002).


Historias

Como todos, yo también tuve historias.
Una vez, en tercer año, me enamoré de mi profesora de Historia
entonces todo era con mayúsculas y yo creía en el amor
después vinieron las historias chicas
y las chicas
casi todas querían casarse y tener hijos
para hacerles tortas en los cumpleaños.
En eso conocí a una mina que tenía una historia diferente
ella me tatuó un corazón en el brazo izquierdo
que todavía hoy no se borra.

Cuando entré en la universidad
me di cuenta que había entrado a la historia por la puerta de atrás
-es decir, por el sexo de la poesía-
así
yo había leído que Rosas crió a un hijo bastardo de Belgrano
que John William Cooke estaba armado en el golpe del 55
y que la conquista de las indias lo fue en todo sentido.

Contrariamente a lo que se puede pensar
siempre me costó estudiar historia:
no se la puede resumir
acotarla a fechas
y a próceres.

Por eso nunca fui historiador
no escribí una historia
ni mucho menos lá historia.
Sí escribí historias que me pasaron por la mente y el cuerpo.
Siempre con una pretensión: que sean leídas por algún desesperado
como aquel vecino que tuve en la infancia
que salía siempre a la hora en que todos hacían la siesta
y me pedía ayuda:
“aunque sea un pedazo de diario viejo”, decía.

Para él es este poema.

lunes, 11 de julio de 2005

Memorias de un soldado raso

[Nota publicada en La Revista, año 2, número 14, julio de 2005, San Salvador de Jujuy]

“Bájese los pantalones que lo voy a enhebrar”, dijo un capitán del Grupo de Artillería de Montaña 5 y un soldado empezó a desprenderse el cinturón. El hecho ocurrió a mediados de 1983. Entonces, a pesar de los argumentos de mi novia, yo hacía la colimba. Eran los últimos meses de la dictadura y no pedí prórroga universitaria porque quería saber si los militares eran tan cerrados, ignorantes y autoritarios como contaba la revista Humor que dirigía Andrés Cascioli (a propósito, una compilación de más de quinientas páginas acaba de salir al precio no humorístico de cien mangos).

Por aquel tiempo, cumplir con el servicio militar obligatorio era “hacer la colimba”. Esta última palabra, como recordarán los memoriosos, se forma de las primeras sílabas de: corre, limpia y barre. Esas tres acciones constituían la tarea diaria de los soldados. Y no sólo había que limpiar el cuartel, también había que ser jardinero del sargento de turno y chofer de los hijos de algún teniente.

La colimba era una humillación por que tenía que pasar todo joven argentino. Cada tanto, se hacía una práctica militar con fusiles descalibrados que no servían para hacer blanco por más que uno se esforzara. En una práctica nocturna, me acuerdo, acerté al farol que estaba al costado del blanco. Todavía me acuerdo del borcego de un cabo que se incrustó en mis costillas después de aquel tiro fallido.

Había uno o dos momentos al año en los que se hacía una especie de evaluación. Teníamos que realizar determinadas destrezas físicas en un campo de entrenamiento y una mínima parte consistía en una evaluación teórica. Nos preguntaban acerca de lo que significan determinadas insignias militares y otras cuestiones menores. Me acuerdo que, en esta última prueba, no hacían pasar de a dos. A mí me tocó de compañero el “Negro” Guanuco, un excelente talabartero que se esforzaba en aprobar todas las pruebas. El capitán nos preguntó si el subordinado debía obedecer todas las órdenes. Mi compañero rápidamente contestó que sí y yo que no (más que nada por contrera y cabezón antes que por una razón ideológica, aclaro). Fue entonces que aquel oficial le dio al “Negro” la orden de bajarse los lienzos y, enseguida, lanzó una contraorden: “¡No, boludo, las ordenes que no tienen lógica no hay que obedecerlas!”.

En ese momento repasé mentalmente todos los números de la revista Humor y me di cuenta que este capitán tenía autoridad, razonaba apoyado con la lógica y no era cerrado. Lamentablemente era la excepción que confirmaba la regla de los redactores de aquella publicación.

Once meses duró mi vida como soldado. Salí en la segunda baja porque argumenté que tenía que retornar a mi clases. El primer examen que preparé, en un intento desintoxicación, fue una materia que se llamaba Filosofía de la Ciencia. Mientras tanto, Alfonsín había ganado las elecciones y, por las radios, Juan Carlos Baglietto cantaba “Mirta, de regreso” en la que decía: “Ya no hay ningún pelo largo / todos parecen soldados”. Pero no era eso lo que más me emocionaba. Otros versos me hacían doler casi como la patada de aquel cabo: “Yo sé que una mujer valiente se inclina igual / hacia el lado de la sed”. Lo que más lamenté, en mi vida de soldado, fue la novia que perdí.

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