jueves, 21 de agosto de 2008

Otras voces, otras memorias II

Leer "Otras voces, otras memorias I"

Hablé con presos de las distintas unidades penitenciarias de Jujuy gracias a una invitación de la Secretaría de Cultura de la Nación. Desde un primer momento consideré importante esa acción. Como ustedes saben, he investigado durante varios años sobre las narraciones de la represión dictatorial en esta provincia, por esa razón considero importante compartir parte de esa investigación que tiene como eje central la problemática de los detenidos-desaparecidos con los que ahora están detenidos.

La libertad total que me brindaron los organizadores, como así también la buena disposición de las autoridades carcelarias, me marcaron fuertemente la diferencia entre el tiempo de la última dictadura con este presente. A esto hay que sumarle la atenta organización de traslados, permisos y otras acciones menores (pero no por eso menos importantes) de Rubén Fleitas, encargado de la logística local.

Menores. La primera charla se desarrolló, en una fría mañana, en la Unidad Penal II, donde están detenidos menores de edad. Costó arrancar porque, a la gran mayoría (alrededor de cincuenta jóvenes), la temática de la charla parecía no motivarlos. Todos habían nacido en tiempos democráticos y prácticamente no tenían ningún tipo de información sobre aquellos oscuros años. Hablé cerca de diez o quince minutos y le pedí que me hicieran preguntas y nadie dijo nada. Enseguida uno de los menores preguntó si se podía retirar. Un guardia le dijo algo en voz baja y el joven se mantuvo firme en su silla. Después, comenté sobre la denuncia que hizo Ernesto Sabato, en tiempos previos a la dictadura, y el acompañamiento del entonces juez Andrés Fidalgo para destruir los “chanchos” (así se llamaban, en la jerga carcelaria, a las reducidas celdas de castigo). Después, ya en la dictadura, Fidalgo volvería a entrar a esa cárcel: ya no como juez, sino como detenido. Cuando él entraba, un hombre que había sido expulsado del servicio penitenciario por cometer abusos contra los presos, se le acercó al ex juez. “¿Se acuerda de mí, doctor?”, le dijo al oído.

Después de esta narración, varios jóvenes se entusiasmaron con lo que escuchaban y hubo alguien que se animó a decir que aún existen celdas de castigo. Algo similar sucedió con una mujer del servicio penitenciario: al finalizar la charla, ella se acercó para preguntarme sobre mi libro, le dije que quedaba en la institución (a propósito dejé uno para la futura biblioteca, pero se perdió inmediatamente), pero ella me dijo que lo quería comprar para sus hijos.

Mujeres. A la tarde de ese mismo día hablé en el penal donde están detenidas las mujeres. Me acuerdo que Rubén me dijo que allí estaba Romina Tejerina, la mujer que movilizó a muchas de sus pares y que León Gieco santificó. Pude saber que hubo alguna cuestión interna por la que varias no iban a asistir. El grupo, por lo tanto, fue menor que el de la mañana (calculo que no eran más de diez detenidas). Empecé a hablar y sólo unas cuantas parecieron interesarse. Todo apuntaba a un fracaso pero ingresaron cuatro docentes que trabajan en ese penal. A partir de ahí todo cambió. Hubo un diálogo fluido y las preguntas fueron tan interesantes que nos dimos cuenta del tiempo que pasó (que se pasó, por lo menos, en una hora más de lo que habíamos calculado). Aquí también dejé un libro, y una profesora que conocí bien las rutinas internas se aseguró de que quedará registrada esa donación.

Adultos. La charla en la cárcel mayor de Jujuy tuvo una mayor repercusión. Para esa oportunidad contamos con más recursos, por lo que pasamos fragmentos de videos documentales en la que víctimas de los atropellos de la dictadura ofrecieron sus testimonios. Antes y después de cada fragmento, yo explicaba el contexto de cada situación. El resultado fue altamente satisfactorio porque los presos registraban una rápida identificación con escenas locales. Es más, hubo un momento que mostramos en la pantalla, las puertas de las mismas celdas que ellos ven a diario. ¿Es necesario aclarar que los últimos rastros de varios desaparecidos se pierden en esa cárcel? No lo creo, porque un detenido recordó como se llamaba el lugar donde estaba los presos políticos: el Pabellón de la Muerte.

Tanto en esta Unidad Penitenciaria como en la que están los jóvenes, hubo quienes se acercaron al final de la charla para preguntarme cómo veía yo la situación actual de los detenidos. Me costó hacerles entender que desconocía la situación actual y que ese era mi primer acercamiento a una realidad que muchos ignoramos.

Imágenes. Me llamó la atención la preocupación de casi todos los oficiales por diferenciarse de la aquellas prácticas represivas y el empeño que pusieron para que yo pudiera desarrollar mi tema con absoluta libertad. Tanto ellos, como el personal subalterno, demostraron muchas ganas de conocer sobre el pasado institucional. Esa preocupación por el pasado quedó demostrada con mayor énfasis en el caso de los docentes de la Unidad Penal de las mujeres. Precisamente, con esos docentes hablamos de cómo se transmiten el currículum oculto de generación en generación. De cómo, cuando no se habla de determinados temas, esa cuestión parecería que sigue convalidando. La existencia de celdas de castigo y la pérdida de un libro (un detalle menor pero altamente significativo) son ejemplos de esto que digo.

Ahora que escribo este informe recuerdo que hace unos meses apareció un libro que cuenta la historia de la policía de Jujuy. Intenté comprar un ejemplar, pero el oficial de relaciones públicas me dijo que no estaba a la venta (efectivamente, no tiene distribución en las librerías) pero que le dejara una dirección que él me iba a mandar un ejemplar. Aún lo espero.

lunes, 18 de agosto de 2008

Pendejos

No leen libros. Uno mira a estos pendejos y enseguida saca una rápida conclusión: hablan con un lenguaje reducido, son lentos adolescentes que no maduran, no tienen intereses políticos ni aspiraciones intelectuales. En muchos casos, ni siquiera tienen deseos sexuales.

No todo es culpa de ellos. Le estamos dejando un tiempo con un sentido fuertemente egoísta, donde los temas de discusión son marcados por la televisión y desde un punto de vista mercantil. Sólo lo que genera audiencia puede estar en el aire; lo que circula en los márgenes está condenado a su destino. Así, las voces de los desesperados no se escuchan.

Casi todos los programas de televisión se hacen con esta lógica. Se arman contenidos de acuerdo a los anunciantes. En menor medida, pasa lo mismo con la radio y, desde hace algún tiempo, también con el periodismo gráfico. El periodismo se reduce, de esta manera, a ser el oficio que se ejerce en los intersticios que dejan los avisos pagos.

Resulta fácil comparar la propia experiencia como lector con las de los jóvenes de hoy. Es muy cómodo, pero también engañoso. Uno no puede postular su propio pasado para comprender lo que le pasa hoy.

Uno era un lector omnívoro (si algún pendejo no sabe lo que significa ese término en este contexto se lo aclaro: uno leía todo). Me acuerdo que uno de mis abuelos le dijo a m madre que tenía que llevarme al médico porque yo estaba leyendo demasiado. Esa temprana lección me enseñó dos cosas: hay que vivir con inteligencia en este sistema y no hay que estar de acuerdo con las consecuencias del sistema.

Mi rebeldía consistía en llevarme una linterna para leer historias prohibidas entre las sábanas. Esas lecturas fueron mis únicas clases de educación sexual. Algunas mujeres generosas, un tiempo después, me supieron orientar. A veces creo que todo es una cuestión de suerte.

De nada sirve comparar la juventud actual con la propia experiencia. Eso hacen algunos padres y profesores introspectivos. Creen que la lógica de entonces sirve para entender a este presente confuso y se equivocan.

Mis lecturas apenas sirvieron para formarme o deformarme. Las páginas pornográficas que he leído fueron como simuladores de vidas que no me atrevía a protagonizar. Me permitieron, eso sí, darme cuenta de que tengo que vivir porque hemos sobrevivido a lo peor. Pero no puedo decir casi nada de los jóvenes.

No leen libros. Los pendejos arman sus historias por medio de brevísimos mensajes de textos y por el chat. Son protagonistas de los que cuentan, arriesgan más de lo que nosotros arriesgamos, tienen menos armas que nosotros y, cuando no tienen suerte, pagan un precio muy caro.

Imagen: obra de Marcia Schvartz

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