jueves, 1 de diciembre de 2005

Declaración de amor por el “Viejo” Fidalgo


[Nota publicada en La Revista, año 2, número 19, San Salvador de Jujuy, diciembre de 2005]

Proximamente la editorial Perro Pila presentará el libro de poemas Una marca en la memoria de Andrés Fidalgo. A continuación se reproduce un discurso (leído en la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la UNJu, en el marco de las jornadas de literatura “Persiguiendo signos”, San Salvador de Jujuy, 11 de noviembre de 2004) que hará las veces de prólogo.


Agradezco a los estudiantes de letras que me invitaron a hablar de/ sobre Andrés Fidalgo. Desde ya digo que esto es una declaración de amor por un hombre que hizo mucho por nosotros. Y, cuando digo nosotros, no me refiero sólo a los escritores.

Para empezar, la idea de homenaje produce en mí sentimientos contradictorios. Por un lado, me parece bien que este tipo de acto se realice en vida del homenajeado y no que el reconocimiento sea post mortem. Muchas veces, nos damos cuenta de cierta felicidad sólo cuando la perdemos. Por eso, digo, me parece bien el reconocimiento en vida. Dudo, eso sí, que estas palabras estén a la altura del referente en cuestión.

Pero, por otro lado, la idea de homenaje me molesta porque suena a respeto solemne. El homenaje a veces tiene características similares a las de un velorio y, casi siempre, tiene un tufillo parecido al que emana en determinadas fechas patrias y religiosas. Es entonces cuando algunos políticos se disfrazan de gauchos o simulan –si eso es posible– cara de coya para honrar a la Pachamama. Como no podía ser de otra manera, el mismo Fidalgo desconfía de los homenajes: “Porque es bien sabido que tales ceremonias arrecian cuando el supuesto favorecido se está yendo, algo así como discretos empujoncitos para que se vaya nomás”. [1]

Enmascarado en el humor, Fidalgo dice una verdad que no debería ser descartada en este acto. Ese tipo de humor es un recurso que aparece en gran parte de su obra.[2] No hablo del humor en general, porque el autor emplea uno en particular. Si bien el humor de Fidalgo puede producir la risa –y muchas de sus páginas pueden ser leídas a carcajadas–, les advierto que no se trata de una simple broma; el que piensa eso, se equivoca. Afirmo esto porque una angustia secreta está al acecho en las palabras de Fidalgo. Es un humor que no produce diversión; antes que eso, él practica un humor negro que hace que el lector se ría de sí mismo, con todo lo dramático que tiene esa situación.

Pero no me propongo –no al menos aquí– desarrollar un análisis de los rasgos de la escritura de Fidalgo. Voy a contar sobre cómo un activo escritor ha ampliado –y lo sigue haciendo– el campo intelectual; tarea que desmiente, de manera parcial, a la hipótesis de Pierre Bourdieu sobre la lucha por la legitimidad cultural. Ya volveremos sobre esta cuestión.


Fidalgo y yo

Fidalgo, además de ser figura central del movimiento por los derechos humanos de Jujuy y un apellido sobresaliente en la historia de la literatura jujeña, es alguien que está ligado a múltiples historias. Yo me voy a referir a una de ellas, a una historia menos grandiosa que las dos que nombré al comienzo de este párrafo. Voy a hablar de la historia quizás más atorrante: la mía.

Como tantos, yo sabía que Fidalgo era un escritor importante. Que había sido uno de los cinco directores de Tarja y que su Panorama de la literatura jujeña[3] es un libro indispensable para esta región. De Tarja mucho se ha dicho y no tengo tiempo aquí para aportar más. Sí quiero recordar una cuestión referida al Panorama que me enteré hace poco. Fidalgo ya había mandado el manuscrito a la editorial La Rosa Blindada cuando, el 20 de noviembre de 1974 (dentro de unos días se cumplen treinta años), quedó detenido a disposición del Poder Ejecutivo de la Nación (PEN). Nunca fue fácil ser abogado de gremialistas y presos políticos, mucho menos lo fue en la década del setenta. El asunto es que aquella vez, Nélida –la mujer de Andrés, no hay que olvidar la importancia de la lugarteniente Nélida en todo esta historia– le envió un cheque a José Luis Mangieri, el director de la editorial política que todavía hoy promueve libros que muerden. La intención de la mujer era apurar la edición para que, de ese modo, se revuelva el avispero intelectual por la injusta detención del escritor. A los pocos días, una carta llegó al barrio Ciudad de Nieva. “Negra del alma mía”, así comenzaba. “¿Cómo se te ocurre que le voy a cobrar al amigo en desgracia?”. Además de las líneas de Mangieri, el sobre contenía al cheque roto en tantos pedacitos que era imposible reconstruirlo.

Esa imagen del escritor encarcelado y un libro empujado por su mujer y el editor es una de las más fuertes de la historia intelectual moderna. La esperanza de que un libro puede ayudar a denunciar una injusticia hoy suena a ingenuidad manifiesta, pero en aquellos primeros meses del ‘75 tenía un significado muy fuerte: esa imagen expresaba la dignidad del lenguaje y el compromiso militante.

No existe otro intelectual –no en Jujuy, por lo menos– que encarne esa figura moderna que denuncia con la palabra precisa. Fidalgo es el último representante del intelectual clásico: alguien que se comporta de acuerdo a una ética insobornable, que pone su energía creadora a favor de sectores desprotegidos y que se manifiesta públicamente en contra del poder.

Yo no sabía todo esto cuando conocí a Fidalgo. La anécdota con Mangieri la conocí hace unos pocos años. Ya les dije: Fidalgo forma parte de mi historia como atorrante del campo literario local.

Cuando lo conocí estábamos en medio del fervor de la restauración democrática. Yo dirigía una revista plebeya que costaba un peso y tuve la osadía de dejarla en la librería Horizonte, que entonces estaba en Alvear y Balcarce. Me acuerdo que el librero –un gallego muy culto–, a los pocos días, me dijo: “Tu revista la compró Fidalgo”. De inmediato yo traduje: “Nos leen los escritores importantes de Jujuy”. Él librero vio mi cara y me aclaró que Fidalgo compraba todo el material que se publicaba de los autores locales pero ya no lo escuché. Yo, para qué les voy a mentir, estaba más agrandado que Tizón cuando se enteró de la candidatura para el Premio Nobel de Literatura.

El reconocimiento de Fidalgo como un referente intelectual fue una cuestión unánime para un grupo de poetas jóvenes de los años ochenta. Partíamos de otro faro: Néstor Groppa, quien generosamente había publicado nuestros primeros poemas en el suplemento literario del Pregón y esa circulación hizo que nos conociéramos aquellos que buscábamos hermanos mayores y no encontramos nada más que trabajos sueltos de Luis Wayar, en el mismo suplemento, y la certeza de que otros compañeros de la generación de Wayar no habían vuelto del exilio.

Es decir, partíamos –exceptuando las obras de Groppa y Fidalgo– de la nada. No por un gesto vanguardista, sino porque la literatura, al igual que otros campos, era una tierra devastada por la última dictadura. En ese panorama, la presencia de Fidalgo fue, para todos, un apoyo fundamental[4].

Una de las cosas que más me impactó de Fidalgo es que pensaba a la literatura ligada de manera directa con la sociedad. Él no reproducía esas teorías de modas que enceguecen a algunos profesores ni trataba de hacer encajar ejemplos locales para justificar conceptos globales. Fidalgo encara, en ese sentido, al último de los intelectuales frontales de esta tierra de fronteras.


La década prodigiosa

A fines de los ochenta, ya se había consolidado una renovación poética en esta provincia. Por esa razón, compilé una antología que se llamó Nueva poesía de Jujuy y la persona encargada de presentarla fue –no podía ser de otra manera– Andrés Fidalgo. Recuerdo que conocí a Álvaro Cormenzana el mismo día de la presentación del libro; entonces se hablaba mucho de él y distintas versiones circulaban. Había estado durante los últimos años en Tucumán con altibajos de salud y no sabíamos si él aceptaba la palabra de Fidalgo como el resto de los poetas incluidos en la antología. Me acuerdo que Pablo Baca le había advertido que tuviera cuidado porque para todos (Ernesto Aguirre, Baca, Jorge Accame, Estela Mamaní, Nélida Cañas, Ramiro Tizón) Fidalgo ya era un referente ineludible. Cormenzana amenazaba desde Tucumán: “Si el ‘Viejo’ dice algo que no corresponde, yo le voy a responder”.

Una aclaración. Esto que parece irreverente –y de alguna manera lo es– tiene una explicación: nosotros éramos muy jóvenes y Fidalgo tenía algo más de setenta años. Él ya era, como puede inferirse, un viejo sabio.

Vuelvo al acto de la presentación. Esa noche todos estábamos muy ansiosos. No sólo por la presentación del libro, sino por las palabras de Fidalgo y Cormenzana. Sospechábamos que el “Viejo” nos iba a bendecir porque ya había presentado u opinado favorablemente a algunos libros iniciales de algunos autores incluidos. Temíamos lo que pudiera decir Cormenzana porque para entonces él era un escritor excéntrico: se empeñaba en boicotear cualquier posibilidad de editar sus poemas, además había sufrido varios ataques psicóticos y, paralelamente, tenía momentos de extremada lucidez. En ese momento, muchos considerábamos a Cormenzana como el mejor poeta de la generación posdictatorial.

Aquella noche las palabras de Fidalgo fueron consagratorias para aquella generación. Contrariamente a los pronósticos agoreros, Cormenzana no sólo agradeció al “Viejo” sino que fue el más efusivo con él y, además, cautivó al público presente. No recuerdo la fecha pero estoy seguro que fue en julio de 1991 porque hacía un frío que sólo fue combatido con el vino que robamos del acto de presentación para una parranda que duró hasta el otro día.

Una joda similar armamos en Palpalá, creo que unos meses después, en un Encuentro de Escritores. Vinieron Víctor Redondo de la editorial Último Reino, Cristina Siscar de la revista Humor, varios poetas de Salta, Córdoba y Tucumán y estaba toda la plana mayor de lo que ya se llamaba la Nueva Poesía. Por supuesto que corrió el vino y la planificación se nos vino abajo. Una de las cuestiones que habíamos planificado era un viaje a la Quebrada de Humahuaca. Nélida y Andrés habían quedado en esperarnos en una esquina de Ciudad de Nieva para no tener que trasladarse hasta Palpalá. Pasamos dos o tres horas más tarde de lo acordado. Pensábamos ir por la casa de ellos a pedirles disculpas, pero grande fue nuestra sorpresa cuando los vimos en la esquina señalada, los dos estaban con su bolsito como si en vez de horas nos hubiésemos demorado minutos; como si los importantes fuésemos nosotros y no ellos. Esa fue una lección de humildad que aprendí ese día. Ahora, ya no me emborracho tan seguido pero, cuando lo hago, me convierto en un alcohólico respetuoso de los horarios.

Hablando de horarios, no hace falta haber tomado vino para darse cuenta de que estoy abusando del tiempo que ustedes me prestan. Si están de acuerdo, la corto aquí y quedamos en vernos otro día...

–Fidalgo es un tipo que se merece todo el tiempo, ¿por qué no nos cuenta otras historias de él que no figuran en los libros? –pregunta una estudiante que gusta de leer entrelíneas.

–Bueno, “a pedido del público”, sigo con algunas anécdotas más.

En 1999, nuestro homenajeado cumplió ochenta años y varios nos confabulamos para armarle una fiesta de cumpleaños. Para empezar, varios días antes, lo trajimos a Mangieri, él estuvo clandestino soportando reuniones embebidas de poesía y alcohol. Nélida, por su parte, compró una computadora en la que después se escribió el libro documental Jujuy, 1966-1983, que demuestra, casi sin adjetivos, el accionar represivo del terrorismo de Estado en esta provincia.

Además, en unos días previos, resolvimos entre varios editar un regalo inédito. Porque, imaginen ustedes el dilema que se presenta cuando uno quiere regalar un libro a un escritor que ha leído casi todo; se corre el riesgo de regalar un libro que ya fue devorado por el cumpleañero. Por eso, en la computadora de Alejandro Carrizo editamos un folleto que tenía textos de casi todos lo que habíamos sido “bendecidos” alguna vez por el “Viejo”. Teníamos una foto muy mala y, frente a esa dificultad, decidimos aplicarle una malla digital que nos permitió deformarla hasta que la imagen adquirió un aspecto satírico.

Alejandro, me acuerdo, ya le había puesto el título al folleto: “Homenaje a Andrés Fidalgo”. Yo, en esos meses, me había enterado por un título sensacionalista, que mi abuelo había sido golpeado por el accionar errático de un remisero palpaleño. La noticia estaba titulada como “Octogenario atropellado” y no había pasado de un susto y algunos raspones. No dude un instante y combiné ese título con una película de Leonardo Favio. Así nació el “Octogenario, las pelotas”.

Alguien preguntó si el “Viejo” no se iría a calentar. Entonces, le sugerí a “Alejandrino” (yo le digo así después del poema que publicó en ese folleto) que agregue a la palabra homenaje, en el subtítulo, el prefijo “Anti”. De esa manera, casi de la mano de Nicanor Parra, editamos un ejemplar que se presentó en la casa de Fidalgo el mismo día de su cumpleaños.

Ya en otras oportunidades hablé del libro Jujuy, 1966/1983 por lo que no pienso agobiarlos aquí ni ahora. Sí me interesa dejar constancia de una cuestión que les hablé al comienzo de esta charla: el campo literario se vio enriquecido gracias a la obra de Fidalgo. Digo esto no sólo por su Panorama sino porque él nunca dejó de comprar, clasificar y ordenar las producciones de los autores locales.

En 1993, salió un libro muy interesante que da cuenta esto que digo. Se trata de una “exposición” donde están “casi todos” los que hasta esa fecha han escrito con “cierta competencia y difusión perceptibles”. En el prólogo de ese libro titulado Poesía y prosa en Jujuy: Hasta 1993, Fidalgo afirma: “Alentados, ignorados y en algún caso, perseguidos; por las razones más diversas que oscilan entre la vanidad y esfuerzos o sacrificios encomiables; quienes quieren expresar, comunicar, conmover, cuestionar, por medio de la escritura en función estética, esperamos vean en esta publicación, cierto modo de reconocimiento y estímulo”.[5]

La declaración con que se cierra aquél prólogo es un resumen perfecto del programa de ampliación del campo literario que su autor cumplió al pie de la letra. Por eso, cuando comencé con estas palabras, yo les dije que él desmiente de manera parcial la hipótesis del sociólogo francés sobre la construcción del campo intelectual: Fidalgo aumentó las dimensiones de ese campo pero no propuso –no al menos de manera explícita– la lucha por la legitimidad cultural. Al contrario, su accionar siempre resultó generoso.

Ya les conté que, cuando lo conocí, yo editaba una modesta revista de un peso. Ahora edito otra que se llama Nadie olvida nada, tiene más pretensiones que la de otrora, pero también cuesta un peso (como verán, no progresé mucho). La novedad es que ahora la dirige el “Viejo”, el octogenario generoso, el que alguna vez escribió:

Primero cantó inocente
y con intención después;
no recuerdo su apellido
pero su nombre era Andrés.[6]


[1] Andrés Fidalgo, Escritos casi póstumos, San Salvador de Jujuy, Ediciones Culturales San Salvador, 2003, pág. 116.
[2] No por nada ha escrito un libro –que algunos no supieron digerirlo– titulado ¡Sonría, por favor!, San Salvador de Jujuy, Ediciones Buenamontaña, 1991.
[3] Andrés Fidalgo, Panorama de la literatura jujeña, Buenos Aires, La Rosa Blindada, 1975.
[4] En rigor, había otros jóvenes que también publicaban su revista, pero nosotros no nos reconocíamos en su estética ni los reconocíamos como pares.
[5] Andrés Fidalgo, “Prólogo” en Poesía y prosa en Jujuy, tomo 2, San Salvador de Jujuy, Universidad Nacional de Jujuy, 1993, pág. VIII.
[6] Andrés Fidalgo, Aproximaciones a la poesía, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1986, pág. 17.

martes, 25 de octubre de 2005

Escribir en el norte del sur

[Nota publicada en La Revista, año 2, nº 18, noviembre de 2005. San Salvador de Jujuy]


Ésta es la primera vez que escribo a partir del título. Me gusta el impacto que producen -en mí, al menos- las palabras “el norte del sur”. Es como decir el comienzo del fin. Como imagen tiene mucha fuerza porque une dos términos aparentemente contradictorios. Por eso, digo, son palabras que impactan.


El norte es Jujuy, la provincia que habito. El sur es la parte inferior del continente americano, el territorio donde está mi país. Pero también señala otras contradicciones: es una de las regiones más pobres de un país que alguna vez fue rico (ahora sigue estando entre las más pobres, pero la Argentina dejó de ser próspera); es una tierra con fuertes identidades locales en contraste con Buenos Aires que siempre quiso parecerse al modelo europeo; los norteños somos casi todos morochos y honramos a la Pachamama, en un país que, según los manuales de geografía, está compuesto por personas de tez blanca que profesan el cristianismo. ¿Será el comienzo del fin?


Comienzo y fin se dan simultáneamente en estas tierras. Mientras los porteños tienen que (re)leer a las vanguardias europeas de comienzo del siglo pasado, acá un niño puede asistir, sin mayor gasto, a una performance escandalosa -característica propia de la vanguardia. Otros tienen que asistir a un espectáculo de La Fura dels Baus[1] para sentir el vértigo de una “ampliación de fronteras de la experiencia estética y receptiva”[2], mientras que cualquier jujeño que visita a parientes o amigos generosos que ofrecen una comida, hecha en horno de barro, puede asistir -como me ocurrió a mí de niño- al espectáculo de ver carnear a una chancha que lleva en sus entrañas nueve crías que no llegan a ver la luz. En consecuencia, me parece erróneo señalar a lugares metropolitanos como el territorio exclusivo de la vanguardia.


¿Qué significó aquella visión de aquel animal y sus crías en el niño que fui? No lo sé. Pero sí puedo afirmar que la lectura posterior del surrealismo no me produjo ese deslumbramiento que enceguece, aunque sea por unos momentos. “Soy un escritor surrealista”, decía Roberto Santoro, “es decir, realista del sur”. Por mi parte, afirmo que he consumido textos de las vanguardias, no me han indigestado -por el contrario: me han alimentado muy bien-; pero escribo desde esta tierra confusa.


Soy un escritor en el norte del sur. La primera vez que publiqué un poema fue en una revista que editábamos varios jóvenes. De aquel grupo, los únicos que persistimos en la escritura somos Estela Mamaní y yo. En esa publicación, me acuerdo, invitamos a unos hermanos mayores: Raúl Noro, Ernesto Aguirre, Ocalo García, Jesús Ramón Vera y Pablo Baca. ¿Por qué lo hicimos? En ese momento no teníamos mucha conciencia del motivo -me corrijo: era yo el que no tenía mucha conciencia. Ahora, me doy cuenta que cada uno busca reconocerse en una familia.


Me acuerdo que cuando fui a la casa de Ernesto Aguirre, me equivoqué y toqué la puerta de su vecino. Pregunté por Aguirre y aclaré que era un muchacho (¡los dos éramos tan jóvenes!) que tenía barba y que escribía poemas. El dubitativo dueño de casa, me dijo que efectivamente, en la casa de al lado había un joven que tenía barba, pero ignoraba que fuera poeta y, enseguida, largó una sonrisa burlona. Un par de años después, apareció un excelente libro de Néstor Groppa[3], en sus páginas encontré unas líneas dedicadas a Raúl Galán, nuestro primer poeta clásico, y me di cuenta de que hay situaciones que se repiten: “Galán cuenta que cuando preguntaban en Piedras al quinientos sobre el poeta Galán, donde vivía, el vecino contestaba que ahí, al lado vivía una familia Galán, pero que el señor fuera poeta no era probable, primero porque era su vecino y segundo, porque lo veía todos los días”.


Después, Raúl Noro me aconsejó que me presentara ante Groppa, quien por entonces, dirigía el suplemento literario del diario Pregón. Para mi fortuna, Jujuy es chico y todos estamos en lugares fáciles de ubicar. Así que lo visité, Groppa fue muy amable y me pidió algunos poemas que, al poco tiempo, aparecieron en el suplemento. Sé muy bien que no en todas las provincias existen editores de suplementos que funcionan como instancia de reconocimiento a un campo intelectual y literario y, a la vez, como formadores del gusto del público lector sin subordinarse a las reglas del mercado, así que celebro la labor de Groppa.


En 1991, edité una antología titulada Nueva poesía de Jujuy. La selección de los poetas fue hecha gracias a que los seleccionados habían publicado sus primeros trabajos en el suplemento bien editado que recién nombré. Por aquel tiempo, varios no poseían libro propio pero tenían una fuerte presencia que no pasó desapercibida por Groppa: “La página o suplemento que venimos censando, posibilitó la creación de un público lector. El lector es el que a su vez, en cierto modo, crea al escritor. Se puede suponer, con legitimidad, que ese diario local tuvo y tiene mucho que ver con la afloración de escritores y entusiastas aspirantes como nunca había acontecido en Jujuy”.


Unos años antes, en un memorable encuentro de escritores, realizado en Tilcara y organizado por el entonces director del Instituto Interdisciplinario Tilcara, Guillermo Madrazo, conocí a un viejo escritor que venía del exilio y que sería, para mí y para muchos, fundamental. Sobre él voy a hablar más adelante.


Meses después, en una conspiración que nació en un boliche de Salta, donde tocaba el mítico fuelle de Anachuri, el poeta Jesús Ramón Vera y el artista Santiago Javier Rodríguez me ayudaron en la gestación de mi primer libro de poemas. De ese libro, me queda el recuerdo borroso de uno o dos poemas interesantes y nada más. Sí retengo en mi memoria las palabras generosas de quien me brindó un espaldarazo al presentarlo: Andrés Fidalgo, el escritor que volvió al país en los últimos días del ‘82.


Fidalgo encarna la figura clásica del intelectual. No digo esto sólo por su lucha en favor de la dignidad -a pesar de los golpes recibidos-, sino porque él puso orden en ese montón de libros dispersos que era la literatura jujeña. Un excelente ensayo titulado Panorama de la literatura jujeña y una gran cantidad de notas publicadas en diversas revistas y suplementos literarios dan cuenta de esto que escribo.


Ya en el cambio de milenio, Andrés me convocó a colaborar con él en un libro documental sobre las violaciones a los derechos humanos[4]; después su mujer, Nélida, me empujó para que editara el libro de poemas de Alcira Fidalgo, nuestra poeta detenida-desaparecida por los genocidas de la última dictadura. Y a mí, después de haber mamado de ese clima intelectual, se me ocurrió escribir el libro Con vida los llevaron que presentamos el año pasado.


¿Por qué escribí sobre mí? Porque pienso que, a veces, cometemos el error de hablar en nombre de un colectivo cuando no hacemos más que hablar según nuestro propio interés personal y, en consecuencia, damos gato por liebre. Por otro lado, escribí en primera persona porque me hago la ilusión de que, al hablar de mí, puedo compartir situaciones que se repiten con otros escritores. Y, de esa manera, entrego gato por gato; o, si lo prefieren los lectores que viven en el norte del sur: llama por llama.


Podría haber citado a Pierre Bourdieu y hacerme el capanga con sus conceptos acerca del campo intelectual. Podría haber dicho que el campo intelectual se constituye diacrónicamente y funciona sincrónicamente, que existe un sistema de relaciones que incluyen obras, instituciones y un conjunto de agentes intelectuales y que la lógica que rige en este campo es la de la lucha o competencia por la legitimidad cultural. Pero no.


No quise citar al sociólogo francés porque entre los escritores e instituciones que nombré no hubo un sentimiento de competencia sino más bien de solidaridad y agradezco que así sucediera. Por lo demás, escribir en el norte del sur es muy agradable: uno puede vivir en una sana marginalidad. Pocos vecinos saben que escribimos y uno, tranquilo, puede desarrollar su obra. Además, por el hecho de escribir no hay que creerse que uno es referente de algo. Por el contrario, uno debe dudar permanentemente sobre lo que hace.

El otro día, sin ir más lejos, discutí duramente con un vecino. No les voy a contar los pormenores que son más interesantes que estas líneas. Sólo les voy a decir que yo tuve más suerte que Galán y Aguirre ya que, en un momento, mi contrincante me dijo (no sin ironía): “Claro, vos sabés escribir y yo no”. Él no sabe que soy -como diría Luis Franco, un gran vecino catamarqueño- un semianalfabeto que, para despistar, escribe libros.


Ésa es otra razón por la que no quise citar a Bordieu: la lucha no es en el interior del campo intelectual, la lucha es contra algunos de nuestros vecinos.

[1] Compañía catalana que realiza funciones teatrales desde hace más de veinte años. La Fura huye del estatismo mediante partituras musicales de autoría diversa, entre ellas las de creación colectiva a través de Internet. Asimismo, integra en la escena teatral el lenguaje visual del video, que se intercala con textos interpretados por los actores.
[2] Hans Jauss, “Estética de la recepción y comunicación literaria”, en revista Punto de Vista, año IV, nº 12, julio-octubre de 1981.
[3] Abierto por balance: de la literatura de Jujuy y otras existencias, San Salvador de Jujuy, Buenamontaña, 1987.
[4] Jujuy, 1966 / 1983: Violaciones a Derechos humanos cometidas en el territorio de la provincia o contra personas a ella vinculadas, Buenos Aires, La Rosa Blindada, 2001.

Chacarera del expediente

[Nota publicada en La Revista, año 2, nº 18, noviembre de 2005. San Salvador de Jujuy]

El título de esta nota está robado de una magnífica pieza musical de Gustavo “Cuchi” Leguizamón. Aquel músico que solía venir, desde Salta, junto a Manuel J. Castilla para visitar a Néstor Groppa, Andrés Fidalgo y Héctor Tizón, es decir a la plana mayor de la literatura local. Pero no voy a hablar de búsquedas estéticas ni de anécdotas dulces como los vinos de Cafayate que descorchaban. Voy a contar una historia que transcurre entre expedientes de la administración que supimos conseguir.

En una oficina pública de esta ciudad, de cuya repartición no quiero acordarme, hay una señora que debería brindar información de trámites que se gestionan. Pero no. Ahí, no existen carteles que orienten a los ciudadanos que hacen trámites y la persona en cuestión, a menudo, atiende el teléfono con este mensaje de bienvenida: “¿Quién molesta?”; hay, además, un escritorio que más que mueble de oficina parece el parapeto donde se posiciona la gendarme de la administración que juró no dejar pasar a nadie.

Es posible que algunos lectores reconozcan el lugar que describo. Digo esto porque todos los días hay mucha gente que entra a esa oficina con la mejor voluntad de realizar un trámite urgente o, por lo menos, rápido; sin embargo, muchos salen con una mueca en su cara mientras recuerdan, no muy bien que digamos, a la madre de la mujer del parapeto.

Un dato más puede ubicar a aquellos que todavía dudan. En un lugar, por demás visible, de aquella oficina, está la imagen de Santa Rita, patrona de los imposibles.

¿Qué se puede hacer cuando uno llega a esa oficina? Según los entendidos hay varias opciones. La más común es mandarla a pasear mientras nos acordamos de la progenitora que la parió. La de los más pacientes (curioso nombre que indica a aquellos que tienen paciencia, es decir, a los que aguantan sin chistar) es esperar en vano una resolución a su trámite. Otra opción es “la de los bomberos extremistas”, es decir, combatir al fuego con fuego; así, si aquella máquina de detener nos interroga: “¿De nuevo usted por aquí?”, hay que replicarle: “Sí, de nuevo. Y voy a venir todas las veces que sea necesario hasta que usted destrabe al expediente”. Hay otras soluciones que se fundamentan en un trueque de favores, llevarle, por ejemplo, bombones o empanadas; pero esta opción va depender del humor gástrico de la empleada.

Nadie sabe cuál es la mejor solución. A veces una buena puteada funciona y tanto el puteador como el puteado empiezan a llevarse bien; muchas amistades nacieron -aunque usted no lo crea- del calor de estos intercambios verbales. Otras veces, cuando el fuego se combate con el ídem, la repartición se convierte en Troya, y no hablo de la película precisamente. La solución gastronómica casi siempre funciona pero deja el sabor amargo de la coima. La paciencia es la única que no logra nada; aquel viejo chiste del elefante y la hormiga no es más que una humorada que nos deja con las ganas de que pase algo pero nunca pasa nada.

Esta mala atención no es sólo responsabilidad de la persona que (no) atiende al público. También son responsables sus jefes, el director de la repartición y el ministro. Y, aunque parezca una broma del destino, también somos responsables los que la sufrimos y no hacemos nada. Por eso escribo esta nota: esa mujer encarna a la administración que supimos conseguir. Ya sé, no me digan nada, este texto no tiene el estilo que debería tener para ser efectivo. Pero, amigos lectores, créanme: antes que esperar a un imposible milagro, es preferible escribir.

Saludo a ustedes, atentamente.

Berp para creer

[Nota publicada en La Revista, año 2, nº 18, noviembre de 2005. San Salvador de Jujuy]

Hay momentos en que uno tiene el poder. Por lo general, ocurre cada dos años. Uno se acerca a la escuela donde tiene que sufragar y un rostro, desde un afiche, le ruega por un voto que le permita seguir o empezar. No hay nada más lastimoso que la careta de un político en un cartel arrugado. Sucede siempre: al final de las campañas, hay caras más envejecidas que el retrato de Dorian Gray.

De imágenes del poder trata esta nota. Porque ya lo decía una publicidad reciente, en el cuarto oscuro nadie nos ve y allí podemos usar nuestro poder como mejor creamos. Pero no sólo manifestamos nuestro poder cuando votamos, también lo hacemos cuando opinamos sobre los mensajes que recibimos.



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Para empezar, si alguien –digamos, por dar un ejemplo, integrantes de un partido que otrora estuvo en el gobierno nacional– muestra una relación clientelar entre un funcionario que entrega un bolsón de mercadería a cambio de un voto, no sólo denuncia al actual partido gobernante sino que hace una autocrítica al trunco gobierno en que le tocó repartir dádivas. Digámoslo con todas las palabras: la gente recibe bolsones pero no come vidrio.

Y ya que hablamos de este partido, ¿a quién se le ocurrió la creativa idea de considerar a los telespectadores como infradotados que no saben pensar? Si el candidato hablaba sobre Zapla, el fondo era una imagen de la fábrica; si hablaba del Fondo Especial del Tabaco, atrás aparecía un campo con grandes hojas verdes; ahora bien, cuando hablaba de los juicios millonarios contra el Estado atrás no aparecía el estudio jurídico que se favorecía, se veía la imagen de la institución que se perjudicaba. Algunos candidatos, ¿comen vidrio?

Mención especial merece el slogan “Para defender lo nuestro”. La defensa es una actitud que se presenta después del ataque de otro o, en el mejor de los casos, frente al posible ataque. No es una acción primera porque otro ya pegó primero o lleva alguna ventaja, y lo sabemos: quien pega primero, pega dos veces. Por otro lado, el artículo ambiguo que figura en el slogan no aclara nada. ¿A qué se refiere “lo nuestro”? ¿A aquello que nos pertenece a los jujeños?, ¿o al lugar que les corresponde en la lista a los inamovibles candidatos desde hace varias décadas? La ambigüedad está bien para las expresiones artísticas pero nunca puede ser útil para la publicidad política. No hay dudas: hay creativos que comen vidrio.


***

No crean que no voy a hablar de las publicidades del partido que ganó. Sus imágenes fueron importantes no por las cosas que mostraron, lo fueron por las que no exhibieron. Quizás el candidato más resistido estuvo en estas filas. ¿Cómo ganó? Porque la candidata que lo secundaba aparecía más y así empujaba a aquellos que el primero no motivaba (es decir, a la gran mayoría). ¿Hace falta que alguien mida la cantidad de carteles y minutos de televisión para apoyar esto que digo?

Pero eso no fue todo. El menos carismático ganó, además, por los errores de sus adversarios. De uno ya hablamos más arriba. Otro candidato apostó a nombrarlo por doquier; su campaña se basó en golpear al que después ganó. Estaba por escribir que esta estrategia resultó innovadora pero me olvidé que los dos están /estaban ligados al partido mayoritario. Por lo tanto, no hay innovación de ningún orden ya que el adversario más duro que tiene cualquier peronista es otro peronista.

El slogan de campaña del ganador tampoco fue un alarde de creatividad. Apenas si alcanza a la categoría del refrito de campañas anteriores. El Paso de Jama es la gran obra del gobierno, o por lo menos así se ha instalado a lo largo de la actual gestión, y sobre esa obra se construyó el slogan. Por eso, el mejor “camino” era el que conducían el gobernador y, con un mando a distancia, el presidente.

La imagen del conductor provincial también estuvo sumamente cuidada. Él no apareció en ningún afiche junto a un postulante a legislador y no fue por falta de ganas de los candidatos precisamente. Por el contrario, más de uno pataleó cuando, en la imprenta, un jefecito de campaña le negó la fotografía del abrazo que avala. El conductor no estaba para aparece en disputas menores, sí lo estaba para aparecer junto al presidente porque ambos juegan en las ligas mayores. O, por lo menos, ésa es la pretensión local.


***

No tengo espacio aquí para hablar del diputado electo que tiene la capacidad de hablar de cualquier tema, aunque ignore lo que trata, porque no le teme a la cámara de televisión; ni de aquel otro –también electo– que escribió buenas ideas pero todavía no posee ductilidad para el formato televisivo; ni de tantos otros que no quiero recordar sus mensajes porque me patean el hígado.

Apenas me quedan unas líneas para aclarar que no utilicé nombres propios, salvo el personaje de aquella novela inolvidable, porque no tengo esperanzas de que dentro de dos años los políticos y sus creativos me sorprendan. Entonces, seguramente, para ganarme mi óbolo mensual, volveré a publicar esta nota y nadie se dará cuenta de la falta de actualidad, como sucede con ciertos discursos escolares que se repiten en las fechas patrias.

Ya expresé mi opinión y, por lo tanto, mi poder fue un poco más allá de votar. Releo lo que escribí y me doy cuenta de mi perdición: los lectores de esta revista no comen vidrio. En las próximas elecciones, cuando opine sobre los mensajes de los políticos, tendré que pensar.

lunes, 17 de octubre de 2005

Son mucho más que unas caras bonitas

[Nota publicada en La Revista, año 2, nº 17, octubre de 2005. San Salvador de Jujuy]

Mi sobrino acaba de llegar de Córdoba. Está en esa edad que lee para impresionar a los adultos y sabe que soy fácil de conmover con ese ejercicio. Él lee los carteles de las calles, me repite los nombre de los candidatos y me pregunta quiénes son esos fulanos. Trato de explicarle algo rápido para zafar y hablarle de “El príncipe feliz”, aquel cuento de Oscar Wilde que Borges tradujo a los nueve años. Pero no hay caso, el muy preguntón no me deja zafar.

Ese hombre un poco pelado, le digo. Es alguien que nació a la política así. No tengo una imagen anterior en mi memoria. Un día, hace algunos años, me enteré que era diputado provincial; después supe que era senador y que ahora se postula para seguir. No sé cómo era cuando tenía su cabellera completa. Ni si militaba en su juventud. ¿Hace falta saber cómo era antes para saber cómo es hoy y cómo será mañana?, le pregunté a mi sobrino en un intento de contragolpear y esa pregunta funcionó como si yo me hubiese hecho un gol en contra.

Este otro es como si fuese de la familia, le dije mientras él se paraba frente a un hombre de cerca de cuarenta y cinco años. Es tan conocido que lo vimos envejecer en cada campaña. Cuando empezó tenía una cara angelical y era el candidato que toda madre quería que se fije en su hija. Ocupó casi todos los cargos electivos, pero nunca obtuvo la figurita difícil del álbum. En la última elección a gobernador estuvo cabeza a cabeza con el que finalmente ganó. Como decía un afiche postelectoral de aquella vez: sigue participando.

Aquel otro es un disidente (que se juntó con otro disidente). Dice que se cansó de comer las heces de su partido y, ya que estaba en el cambio, hace poco realizó un oneroso curso para no comerse las eses. Las arrugas que tiene no son tan crueles como en el afiche anterior, a pesar de que ambos tienen casi la misma edad. Si, ya sé que parece un contrasentido: hace dieta y, sin embargo, está más gordo que en la elección anterior.

“Tío, ¿por qué hay más caras de hombres que de mujeres?”, dijo el pibe y yo demoré en contestar. Él, ya les dije que me quería impresionar, me disparó a boca de jarro: “¿Será que las mujeres ocupan un lugar secundario?”. No me quedó más remedio que asentir y entonces comprendí que los rostros femeninos que van en las fórmulas nacionales no tienen la misma alegría de sus compañeros que van en primer término. Es más, una de ellas está tan molesta en la fotografía que mi sobrino quiere agregarle un globito que diga: “Y yo, ¿qué hago aquí?”. Y casi me olvido: hay otra que tiene la sonrisa enigmática de Mona Lisa. ¿Por qué ese misterio?, ¿qué tendrá nuestra Gioconda?

A uno que ofrece su nariz aguileña sin el subrayado del bigote que tenía desde aquella vez que vino Alfonsín en su memorable campaña del ’83, mi sobrino casi no le dio bolilla y yo me alivié porque no hubiese sabido qué decirle más allá de su afeitada. Hizo un poco de ruido con la jubilación anticipada pero, hasta el momento, los resultados no fueron muy convincentes que digamos.

Después salió el tema de los cerros de la campaña radical. Me acordé de una humorada de Borges: cuando uno narra sobre el desierto no hace falta nombrar a los camellos. ¿A quién favorece la imagen de los candidatos con los cerros de fondo?, pregunté en voz alta. “Al de nariz aguileña y cabeza inclinada hacia delante”, grito el niño y, enseguida, largó el remate: “Parece el cóndor andino que hace poco liberaron en la cuesta de Lipán”.

Una cuadrilla de municipales apareció a blanquear las paredes. Nunca me alegré tanto por verlos. El niño quiso saber algo del concejal que hace falta y yo le contesté -con pose de Serrat-: “Niño, deja de joder con esos afiches”. Así que él no pudo criticar a la única mujer que encabeza una lista de diputados (cosa curiosa, ella habla desde un partido nuevo que, según sus propias palabras, es juventud; pero los candidatos a legisladores nacionales son dos personas que extienden a la juventud de manera generosa; bastante generosa).

Tampoco hablamos de la única propuesta de cierta extensión: un cuadernillo de menos de cuarenta páginas que su autor tituló “Un horizonte de propuestas para Jujuy”. Está hecho con el ritmo de una elección, es decir: a las apuradas y con algunos errores tipográficos; no obstante, posee un diseño ágil y las propuestas son sólidas. Me pregunto si este candidato –que casi no sonríe– no sabe que para ganar unas elecciones no hacen faltas ideas sino unas caras sonrientes.

En definitiva, le dije a mi sobrino, tenemos una buena cantidad de candidatos sonrientes. A algunos ya los conocemos tanto que forman parte de nuestra vida. Y, como los conocemos, no les vamos a pedir que escriban propuestas que después se puedan convertir en un peligroso boomerang. Parece que casi todos nuestros candidatos están contentos y tenemos un horizonte de pocas páginas. ¿Qué más se le puede pedir a un montón de caras bonitas?

Caminos un rato en silencio y yo me acordé de una frase de José Luis Mangieri, él último de los editores felices, que dice: “En este país, a los hombres no nos hacen cornudos las mujeres, sino los políticos que elegimos”. Me reí un poco y el inquisidor de la familia volvió a la carga: “¿De qué te reís si vos no sos político?”

Le contesté que me acordé de un magnífico cuento de Oscar Wilde. Es la historia de la estatua de un príncipe que está condenado a sonreír todo el tiempo. Llueve y sonríe. Sale el sol y sonríe. Lo cagan las palomas y sonríe. Siempre sonríe.

sábado, 3 de septiembre de 2005

Aguirre o la ira de la Pachamama


Conciencia crítica y ruptura en el libro Historietas
[Publicado en La Revista, año 2, nº 16, setiembre de 2005. San Salvador de Jujuy]

El libro Historietas de Ernesto Aguirre es una obra clave. No sólo para su autor (es su primer libro) sino para una generación, ya que marcó lo que vendría después. Ahora, la historia es conocida: fue publicado en 1978, en los talleres gráficos Gutenberg, los mismos donde se imprimieron los dieciséis números de la clásica revista Tarja. Fue escrito en medio de la peor dictadura que tuvimos que soportar y tiene el desparpajo y la rebeldía que da la libertad bajo palabra.

Recién en el 2003, acompañado por dos de sus hijos que integran una banda de rock, Aguirre presentó públicamente su obra. Él argumentó que el acto merecía una banda como fondo y, cuando apareció, no existían -o, por lo menos, el poeta no las conocía- agrupaciones locales de esa música. En realidad, había otras razones y de eso quiero hablar.

El 78 es el año que, para los argentinos, la palabra mundial se carga de significación. Esto es así no sólo porque el ex jugador de Gimnasia y Esgrima, José Daniel Valencia, estaba en el equipo titular que debutó en el mayor campeonato de fútbol que se desarrolló en este país; sino porque en el año anterior, los jujeños habíamos conocido el término internacionalización. Recordemos que el 19 de abril de 1977 se inauguraron los vuelos internacionales del aeropuerto (entonces llamado) “El Cadillal”. Estos dos acontecimientos prefiguran lo que después sería la globalización. ¿Y qué tiene que ver la poesía de Aguirre con estos hechos? No hay ningún verso que los recuerde pero sí existe un espíritu de época que se refleja en esta obra.

Por aquellos años la plata se volvía dulce y algunas familias jujeñas decidían hacer caso al pedido de sus hijas que empezaban a convertirse en mujeres: trocaban la tradicional fiesta de los quince años por un viaje a Disneylandia. Mientras tanto, Aguirre, que entonces pisaba los veinticinco, marcaba distancia con la tradición escrita local: escribía, por citar uno de sus temas, sobre Jimmy Hendrix, guitarrista que no terminó freezado como el creador del Pato Donald y -por el contrario- le imprimió una calentura indiscutible a las guitarras que sonaban por distintas partes del mundo.

Cuando salió Historietas pocos lectores se dieron por enterado. Uno de ellos fue Jorge Calvetti, autor que Aguirre no soportaba y lo vociferaba (el tiempo modificará ese punto de vista, tanto que unas de las palabras más sentidas por el fallecimiento de Calvetti serán las del propio Aguirre), el escritor de Maimará respondió de manera lúcida: cuando la universidad local decide hacerle un homenaje, lo invita a Aguirre como gesto de amistad. Néstor Groppa fue otro que lo leyó con buena leche, éste debe haber sonreído satisfecho cuando vio aquel libro inicial; unos años antes, el autor de Obrador le había aconsejado que no escriba sobre el indio ni cerros. “¿Vos creés que tenés algo nuevo para decir”, le dijo y Aguirre, en vez de irse al mazo, barajó de nuevo sus sentimientos y mezcló sus letras con toda la rabia del rock.

No se embarcó solo en la tarea de renovar la poesía de esta región. Junto a Javier Soto y Saúl Solano, dos años más tarde, publicó Espejo astillado. Ambos libros son un tincazo a los testículos de la poesía tradicional jujeña. En ellos hay un ataque directo a la manera de escribir de la mayoría de sus contemporáneos, pero no se trata de una rebeldía sin causas. Para esa época, Aguirre ya había leído toda la literatura jujeña y tenía motivos más que suficientes para oponerse a una tradición que estaba más muerta que una momia de un Omaguaca. Por eso, él la provocó cuando escribió, en 1980, que “los cerros y burros pardos estaban incluidos en el holocausto”.

Después, mucha tinta corrió por los papeles de Aguirre: publicó varios libros que marcaron un cambio en su propia producción. Creo que no soy injusto con su obra si afirmo que los poemas de aquellos primeros libros no son los mejores que escribió. No obstante que los últimos poemas de Espejo astillado ya configuran el autor que vendría después, son poemas de iniciación, de conciencia crítica y de ruptura, pero no los más logrados de su producción poética. Son textos de iniciación porque, salvo los poemas de Versos que escribí para que tocara Jelly (1975) del cordobés Daniel Salzano, casi no hay textos de la literatura argentina con tanta influencia de la beat generation.

Es posible que Aguirre no tenga conciencia del momento que inauguró, ni las cosas que se atrevió a escribir. En una entrevista que, en mayo del 2003, le realizó Jorge Boccanera, el autor minimizó aquella irrupción: “Fue mi primer libro, salió en el 78 con muchas ganas de putear al universo, algo inevitable en tiempo de rebeldía. Yo no creo que marque el comienzo de una nueva poesía en Jujuy. Quizá tenga la virtud de haber sido publicado antes que otros que ya estaban escritos y que compartían el mismo mensaje de ruptura”.

Se equivoca: claro que marcó el comienzo de una nueva poesía. Lo que pasa es que él no tiene la distancia crítica -a pesar de que sí la tiene para dar cuenta de una sociedad opresiva- para mirarse a sí mismo. Por otro lado, no es una tarea fácil aceptar que un libro marca un comienzo, ni siquiera para el propio autor. Además, me consta que tanto Historietas como Espejo astillado estaban arrumbados en alguna librería y casi nadie se interesó por ellos hasta cerca de una década después de su publicación.

A fines de la década del ochenta, realicé una encuesta, a ocho poetas nacidos entre 1949 y 1959, en la que me animé a preguntar -de manera condicional- si Historietas marcó un cambio de rumbo estético. (Aclaro que yo la planteé en condicional porque entonces cada vez que nombraba a aquella obra como de ruptura, lo hacía en voz baja.)

¿Qué decían los poetas encuestados? Alejandro Carrizo generalizó su respuesta y negó que el libro pueda ser considerado como “un eje histórico”; Ramiro Tizón no contestó esa pregunta; Jorge Accame esquivó la respuesta con habilidad (“Me resulta difícil contestar a esta pregunta porque condiciona la respuesta”); Estela Mamaní no argumentó sobre el libro en cuestión pero ubicó a su autor como integrante de una nueva generación poética; Aguirre se guardó la respuesta “por razones obvias”; Álvaro Cormenzana, al igual que las otras preguntas de la encuesta, no contestó nada. Solamente Nélida Cañas y Pablo Baca arrimaron el bochín. La primera contestó que el libro fue “un hito trascendente en la literatura jujeña porque abandona la tradición literaria vigente y el color local que la caracterizaba”. El segundo afirmo que: “Historietas ha sido un libro valioso por muchas razones. Ingresa a la poesía de Jujuy una época, signada por el creciente predominio de la imagen. Es también el reflejo de Jujuy, de cambios culturales que estaban ocurriendo en todo el mundo. Además apareció en el silencio de la dictadura, con el mayor desparpajo y rebeldía, como para recordar a todos el sentido de la libertad”.

El libro tiene el mérito nada desdeñable de ser una parte fundamental de la escasa vanguardia local. Como marca Baca, refleja los cambios culturales que sucedían en el mundo, utiliza el collage gráfico (contiene historietas y dibujos) e incluye temáticas poco desarrolladas hasta ese momento en Jujuy (el rock, la alucinación, el sexo). Cuestiones éstas que hacían impresentable a este libro hace más de veinticinco años.

Presentar Historietas en el año de “nuestro” Mundial de Fútbol hubiese sido imposible o, en caso de haber sucedido, un verdadero fracaso. Los lectores de Aguirre aparecerían recién varios años después[1]. También hubiera resultado peligroso hacer la presentación de un libro que incluye un poema que narra cómo de la ventanilla de un auto aparece una mano “que tiene luz y es de acero”. Y, en una líneas más abajo, sigue con la prohibición de girar a la izquierda porque: “Su cabeza tiene precio./ Es un hermoso paisaje para agregar un pedazo de plomo”.

¿Quién tiene la culpa de este desencuentro entre una obra y sus lectores? No su autor precisamente. Es posible que la falta de instituciones educativas que ayuden a entender obras contemporáneas sea unos de los motivos principales; el otro gran factor -qué duda cabe- es la falta de libertad de expresión.

Con pocos lectores iniciales, aquel libro cuestionó a los libros de poesía que entonces existían, se presentaban y difundían por los medios. Historietas circuló en algunos bares de San Salvador de Jujuy y, a su manera, realizó una acción cultural lenta que años después permitiría que sea presentado en sociedad y -lo más importante- dejó abierta una puerta por la que entró toda una generación.

[1] Un ensayo de Graciela Frega fue el primer trabajo crítico sobre la obra de Aguirre, para más detalles véase Reynaldo Castro (1988), El escepticismo militante: Conversaciones con Ernesto Aguirre, Córdoba: Alción editora.

jueves, 1 de septiembre de 2005

La ciudad ausente

[Nota publicada en La Revista, año 2, número 16, San Salvador de Jujuy, setiembre de 2005]

En esta nota están algunas características de una ciudad próxima reconstruida desde una perspectiva irónica. Esa representación hace que uno la mire desde lejos y esa distancia se vuelve insoportable para todo aquel que la conoce de cerca. ¿Ya se imaginan el nombre ciudad? Sí, es la que están pensando; pero modificada y alterada por la mirada escéptica de un periodista que critica al propio periodismo y, en esa misma acción, se rebaja a sí mismo.



Hay una ciudad ausente que antes ocupaba el mismo lugar que hoy ocupa esta ciudad. Ahora, aquella ciudad sólo existe en la mente alucinada de un columnista de esta revista que no sabe qué escribir para ganarse su óbolo mensual. Como si estuviese bien que alguien le pague por lo que escribe.

En la ciudad ausente, el tránsito vehicular funciona como si todos respetaran las reglas correspondientes; pero los colectivos y los ciclistas pasan en rojo, los remiseros paran de golpe cuando ven a un pasajero, los inspectores piden coimas y los peatones cruzan por donde se le canta. En las paredes, los afiches del partido oficialista presentan candidatos como si fuesen peronistas, pero ninguno de los fotografiados habla de John William Cooke; los de la oposición, por su parte, hacen como si fuesen oposición pero dan conformidad a muchos actos de gobierno.

En las escuelas, hay maestros que enseñan lo que no saben; estudiantes que hacen como si estudiaran y directores que se creen importantes si andan apurados y con los nervios de punta. En los hospitales hay camas que no alcanzan, pacientes que no tienen paciencia, médicos que no pueden medicar y enfermeras que no piden silencio. Y los funcionarios hacen como si funcionaran, pero ni ahí.

En la policía hay un organigrama prolijo como si en esa institución no funcionara la ley del gallinero. No por nada un diputado provincial está presente en casi todos los actos de la ex escuela de policía; institución que, durante la dictadura, cobijaba en su vientre a un centro clandestino de detención. ¿Por qué lo tengo presente a ese legislador? Porque él cacareó, frente un equipo de la televisión holandesa, que los organismos de derechos humanos “son grupos cerrados”; sólo le faltó decir que los habitantes de la ciudad ausente somos derechos y humanos.

En las cajas donde se cobran impuestos hay monotributistas que pagan casi siempre y grandes contribuyentes que hacen como si de verdad fuesen grandes contribuyentes. Pero todos sabemos que todos sabemos.

Alrededor de algunas canchas de fútbol hay carteles que hablan del amor al deporte, como si los torpes no quisieran quebrar a los habilidosos; por su parte, hay árbitros que son arbitrarios y dirigentes que creen que es lo mismo un club que la administración gubernamental. En los claustros universitarios, hay científicos que hacen como si investigaran con tal de cobrar una asignación en negro; muchos de ellos afirman que la ciencia es neutral.

En las calles, la miseria hace que muchos hombres sueñen con ser diputado, concejal o funcionario público como si les interesara el bien común; pero la necesidad no hace de toda mujer una prostituta. Cuando el sueño se hace realidad y un nuevo funcionario entra en ¿funciones?, éste afirma que no hay recursos económicos en la repartición pero que con imaginación va a desempeñar bien su tarea; los que incluyen la palabra imaginación en su primer discurso oficial lo hacen como si tuvieran imaginación.

En muchas casas, hay padres que no quieren repetir las escenas autoritarias que tuvieron que soportar cuando fueron niños y por eso no les ponen límites a sus hijos; como si fuese lo mismo tener autoridad que ser autoritario. Más temprano que tarde, esos padres van a competir con sus retoños para ver quién es más joven.

Y, por último, hay periodistas que escriben como si supieran y otros que publican notas para sentirse importantes aunque nadie los lea. Varios escalones más abajo, hay un columnista alucinado que escribe sobre una ciudad ausente como si la sufriera en carne propia; pero todos sabemos que no es así: aquí, todo está bien.

jueves, 4 de agosto de 2005

El sueño perpetuo de José Luis Magno

[Nota publicada en La revista, año 2, número 15, San Salvador de Jujuy, agosto de 2005]

Una noche de julio, José Luis soñó que estaba en una oficina idéntica a la que tenía en el edificio municipal y le llegaba la orden de recorrer, en su propio auto, los baches de la avenida Éxodo. “¿Será posible que exista -dijo- una oficina idéntica a la mía?”. Se le acercaron algunos legisladores municipales. José Luis estaba sorprendido: “¿Por qué serán tan parecidos a Pablo, “Chuli” y Federico y a todos los de la comisión de Juicio Político? ¿Cómo habrán hecho para llegar hasta aquí si el edificio está cercado?”. Uno de los concejales exclamó: “¡Ahí está José Luis!”. Antes que le digan nada, éste se les adelantó y dijo que iba a demandar a los fabricantes de automóviles por hacer autos que rompen el pavimento. Los concejales se rieron, pero no de la ocurrencia: “¡Que metida de pata! Te confundimos con José Luis, el grande, pero no tenés la altura política de él”. Eran concejales de otro José Luis. “Estimados concejales”, le dijo, “yo soy José Luis Magno. ¿Quién es el intendente de ustedes?”. Los concejales contestaron al unísono: “José Luis” y uno de ellos agregó: “Tiene esos nombres en honor a dos pesos pesados: el primero está tomado de José Humberto, su propio padre; el segundo, de Jorge Luis, el escriba mayor que ya escribió esta página. ¿Quién sos vos para usurpar sus nombres”. Después de esto, los legisladores se fueron entre carcajadas.

José Luis quedó derrotado: “Nunca me han tratado tan mal. ¿Por qué me odian estos concejales? ¿Existirá otro José Luis? Voy a llamar a mi primer candidato a concejal para desenmascarar al falso José Luis”. El sueño era de noche, por eso, mientras se dirigía hacia el Concejo Delirante, vio pasar a la luna rodando por la Senador Pérez y los semáforos le dieron tres luces celestes. Eso hizo que se acordará de un tango y empezó a silbar bajito. Llegó al recinto de sesiones y se sentó en la banca número trece. Vio a un funcionario acosado por la prensa; una periodista llamada Inés le decía que lo veía muy abatido y aquél contestaba que tuvo un sueño raro: “Soñé que estaba en mi oficina y unos concejales no me reconocían y me dejaban solo. Los seguí hasta el Concejo Delirante y me encontré con otro José Luis atormentado por los periodistas”. Al escuchar la entrevista, José Luis no se pudo contener y saltó de su banca: “¡Vine en busca de José Luis; sos vos!”. El funcionario se abrió paso entre los periodistas (Inés quedó golpeada por esa acción) y exclamó: “¡No era un sueño: vos sos José Luis!”. El momento se quebró cuando la voz del Gran Hermano Eduardo llegó desde la casa sahumada con gomas ardientes: “¡José Luis!”. Los dos José Luis temblaron. El soñado se fue; el otro decía: “¡Volvé pronto, José Luis!”. José Luis se despertó, estaba en su oficina del edificio municipal frente a una periodista que había sido golpeada: “Se lo ve muy abatido, ¿qué soñaba?”, dijo ella. Él contesto que tuvo un sueño muy raro: “Soñé con unos concejales que no me reconocían y me dejaban solo...”

jueves, 14 de julio de 2005

Amores mal curados


La novísima editorial Perro Pila presentará, en la Feria del libro de Jujuy (Argentina), Memoria del olvido, obra de Reynaldo Castro. A continuación, reproducimos el prólogo y un poema.

[Nota publicada en La Revista. Año 2, número 14, San Salvador de Jujuy, julio de 2005]

He practicado diversos géneros periodísticos (la crónica, la entrevista, la nota de opinión, el editorial) y también realicé algunos prólogos a libros de poesía. En todos, una parte de mí se ha expuesto y, creo, ha salido más o menos indemne. Gran mérito en todo esto lo tienen los lectores que han sabido interpretar, sugerir cambios y ser generosos con algunas ideas que escribí pero que ya no me pertenecen.

Siempre hay una marca de origen en todo acto de comunicación. El mío comenzó con un libro de poemas que publiqué en 1987, hace casi veinte años, en la cooperativa gráfica que comandaba (y aún lo hace) el poeta Jesús Ramón Vera, en Salta. El amigo “Verita” me hizo sentir como el autor importante que no era y, a partir de entonces, he desarrollado una modesta -pero visible- obra ligada al arte y la comunicación.

A pesar de los años transcurridos, no dejo de impacientarme cuando algún escrito mío va a salir en una publicación. Me emociona pensar que pueda interesarle a alguien algo que escribí; digo esto porque yo me he salvado muchas veces de morir gracias a determinados contenidos expresados por medio de una buena forma.

Lo anterior puede parecer una exageración pero, estimados lectores, créanme que es rigurosamente cierto.

Hubo un tiempo en que yo no podía salir a la calle si no llevaba, en mi bolso, una antología de poemas surrealistas. Es posible que mis amigos del barrio 23 de Agosto -quizás el barrio más orillero e interesante de Palpalá- descrean esto que digo pero no tengo espacio aquí para demostrar que he superado a las grandes tormentas del alma gracias a aquellos vanguardistas franceses.

Nombro a amigos de un barrio porque sé que algunos de ellos, al igual que muchos turritos del centro, estiman más el tener un buen entrenamiento físico que conocer letras dictadas por el automatismo psíquico de autores que ampliaron los límites conocidos del arte. Es posible que algo de razón tengan porque, en última instancia, el valor se mide por lo que se aguanta con el cuerpo. Sin agotar esta discusión, quiero dar fe de que muchas veces me he salvado de recibir una golpiza por tener la lengua rápida para la frase insultante, facilidad para poner apodos y la aclaración a viva voz -previa a la corrida salvadora- de que siempre habrá alguien que se burle del matón del barrio.

Salvo la característica maratónica, todas las otras las aprendí gracias a los libros. Por ellos aprendí a defenderme y la luz que me protege todavía no se apaga.

Deben ser ya como veinte años que descubrí textos que hablaban -directamente o no tanto- de Jujuy. Mi primera sorpresa fue que sus autores eran de esta provincia o estaban aquerenciados aquí desde hace rato; la segunda, que casi todos estaban vivos. A varios de ellos los siento como si fueran de mi propia familia y sus obras también han viajado por mis bolsos.

Releo lo que escribí y descubro que doy muchas vueltas para decir las cosas. Simplemente quiero decir que me he enamorado varias veces. La primera vez fue en un baile de carnaval, en el local de la comparsa Los Pecha-Pecha, más allá de la fábrica de acero; la más intensa ocurrió en un banco de la plaza Belgrano; otra vez me enamoré de la mujer de André Breton (“mi mujer con ojos de agua para beber en prisión / mi mujer con ojos de bosque eternamente bajo el hacha / con ojos de nivel de agua de nivel de aire de tierra y de fuego”); después, de ocho poetas y edité una antología; en los últimos años mantengo un amor con unas mujeres que me hablaron de vidas intensas y cuyas historias están en un libro de no-ficción y en otro anterior cuyo prólogo me desbordó y cambió la vida.

Algunos de esos amores mal curados han dado letra a los poemas que siguen. Los escribí durante casi dos décadas -me apresuro a manifestar que eso no significa ningún mérito- y debo confesar que su aparición me pone un poco malhumorado, no sólo por mi natural impaciencia sino porque sé que la poesía es el género que más me expone y siempre temo que su luz se apague.

(No hablé de unos amores clandestinos que formarán parte, si no me curo, de otros libros, como tampoco aclaré que aún prefiero a los barrios alejados del centro. Ya se habrán dado cuenta ustedes que soy bastante lerdo para cumplir mis proyectos.)




El autor
Nació en San Pedro, en 1962. Ha publicado: Sin solución de conformidad (Salta: Tunparenda ediciones, 1987); El escepticismo militante: Conversaciones con Ernesto Aguirre (Córdoba: Alción Editora, 1988) y Con vida los llevaron: Memorias de madres y familiares de detenidos-desaparecidos de San Salvador de Jujuy, Argentina (Buenos Aires: La Rosa Blindada, 2004). Además ha editado, seleccionado y prologado: Nueva poesía de Jujuy (San Salvador de Jujuy: Daltónica, 1991) y Oficio de aurora de Alcira Fidalgo (Buenos Aires: Libros de Tierra Firme, 2002).


Historias

Como todos, yo también tuve historias.
Una vez, en tercer año, me enamoré de mi profesora de Historia
entonces todo era con mayúsculas y yo creía en el amor
después vinieron las historias chicas
y las chicas
casi todas querían casarse y tener hijos
para hacerles tortas en los cumpleaños.
En eso conocí a una mina que tenía una historia diferente
ella me tatuó un corazón en el brazo izquierdo
que todavía hoy no se borra.

Cuando entré en la universidad
me di cuenta que había entrado a la historia por la puerta de atrás
-es decir, por el sexo de la poesía-
así
yo había leído que Rosas crió a un hijo bastardo de Belgrano
que John William Cooke estaba armado en el golpe del 55
y que la conquista de las indias lo fue en todo sentido.

Contrariamente a lo que se puede pensar
siempre me costó estudiar historia:
no se la puede resumir
acotarla a fechas
y a próceres.

Por eso nunca fui historiador
no escribí una historia
ni mucho menos lá historia.
Sí escribí historias que me pasaron por la mente y el cuerpo.
Siempre con una pretensión: que sean leídas por algún desesperado
como aquel vecino que tuve en la infancia
que salía siempre a la hora en que todos hacían la siesta
y me pedía ayuda:
“aunque sea un pedazo de diario viejo”, decía.

Para él es este poema.

lunes, 11 de julio de 2005

Memorias de un soldado raso

[Nota publicada en La Revista, año 2, número 14, julio de 2005, San Salvador de Jujuy]

“Bájese los pantalones que lo voy a enhebrar”, dijo un capitán del Grupo de Artillería de Montaña 5 y un soldado empezó a desprenderse el cinturón. El hecho ocurrió a mediados de 1983. Entonces, a pesar de los argumentos de mi novia, yo hacía la colimba. Eran los últimos meses de la dictadura y no pedí prórroga universitaria porque quería saber si los militares eran tan cerrados, ignorantes y autoritarios como contaba la revista Humor que dirigía Andrés Cascioli (a propósito, una compilación de más de quinientas páginas acaba de salir al precio no humorístico de cien mangos).

Por aquel tiempo, cumplir con el servicio militar obligatorio era “hacer la colimba”. Esta última palabra, como recordarán los memoriosos, se forma de las primeras sílabas de: corre, limpia y barre. Esas tres acciones constituían la tarea diaria de los soldados. Y no sólo había que limpiar el cuartel, también había que ser jardinero del sargento de turno y chofer de los hijos de algún teniente.

La colimba era una humillación por que tenía que pasar todo joven argentino. Cada tanto, se hacía una práctica militar con fusiles descalibrados que no servían para hacer blanco por más que uno se esforzara. En una práctica nocturna, me acuerdo, acerté al farol que estaba al costado del blanco. Todavía me acuerdo del borcego de un cabo que se incrustó en mis costillas después de aquel tiro fallido.

Había uno o dos momentos al año en los que se hacía una especie de evaluación. Teníamos que realizar determinadas destrezas físicas en un campo de entrenamiento y una mínima parte consistía en una evaluación teórica. Nos preguntaban acerca de lo que significan determinadas insignias militares y otras cuestiones menores. Me acuerdo que, en esta última prueba, no hacían pasar de a dos. A mí me tocó de compañero el “Negro” Guanuco, un excelente talabartero que se esforzaba en aprobar todas las pruebas. El capitán nos preguntó si el subordinado debía obedecer todas las órdenes. Mi compañero rápidamente contestó que sí y yo que no (más que nada por contrera y cabezón antes que por una razón ideológica, aclaro). Fue entonces que aquel oficial le dio al “Negro” la orden de bajarse los lienzos y, enseguida, lanzó una contraorden: “¡No, boludo, las ordenes que no tienen lógica no hay que obedecerlas!”.

En ese momento repasé mentalmente todos los números de la revista Humor y me di cuenta que este capitán tenía autoridad, razonaba apoyado con la lógica y no era cerrado. Lamentablemente era la excepción que confirmaba la regla de los redactores de aquella publicación.

Once meses duró mi vida como soldado. Salí en la segunda baja porque argumenté que tenía que retornar a mi clases. El primer examen que preparé, en un intento desintoxicación, fue una materia que se llamaba Filosofía de la Ciencia. Mientras tanto, Alfonsín había ganado las elecciones y, por las radios, Juan Carlos Baglietto cantaba “Mirta, de regreso” en la que decía: “Ya no hay ningún pelo largo / todos parecen soldados”. Pero no era eso lo que más me emocionaba. Otros versos me hacían doler casi como la patada de aquel cabo: “Yo sé que una mujer valiente se inclina igual / hacia el lado de la sed”. Lo que más lamenté, en mi vida de soldado, fue la novia que perdí.

lunes, 20 de junio de 2005

He visto trabajar a la memoria

[Nota publicada en La Revista, año 2, número 13, San Salvador de Jujuy, junio de 2005]

He visto trabajar a la muerte en las últimas semanas. Primero, murió el papá de una amiga del barrio; tenía casi noventa años y se fue en paz porque dejó una línea de conducta intachable. A los pocos días, palmó un tío que hace mucho no veíamos con mi mujer. La muerte es así: trabaja con lo próximo y lo lejano.

La vida y la muerte no son términos antagónicos. La muerte es el fenómeno más característico de los seres vivos, dice el biólogo Marcelino Cereijido, autor del excelente libro La muerte y otras ventajas. Ahora bien, ¿cuál será la ventaja de la muerte? El autor afirma que la respuesta es un tanto espeluznante: “[Los genes de la apoptosis] instruyen la síntesis de proteínas, algunas enzimáticas, que permiten que la propia célula desensamble sus organelas intracelulares, cortajee sus proteínas, haga picadillo sus moléculas de ADN y ARN, digiera sus restos”. La cita parece sacada de una conversación escuchada en un recreo de un congreso de biólogos; pero enseguida el mismo Cereijido se traduce a sí mismo en un lenguaje claro: “Pensá en una cuadrilla de demolición: sacan muebles, despegan cables, quitan caños, derrumban tapias. Una de las últimas etapas de la apoptosis equivale a untarse con savora o ketchup para atraer a macrófagos que terminen de devorar los restos y... ¡se acabó!”

Ya sé, estimados lectores, que hay cierto desparpajo en la forma que se expresa el biólogo. Pero nadie puede negar que es un razonamiento lúcido de lo que sucede cuando llega la hora final. Él, además, afirma que, hasta hace poco, la muerte era tema para los poetas, los religiosos y los dramaturgos, pero no para aquellos profesionales que deberían estar especializados: “Es curioso que nunca se hayan ocupada de ella los biólogos, siendo la muerte el fenómeno biológico más universal”.

Hasta aquí hemos hablado de la muerte como algo normal (“programada” diría el biólogo) que le sucede a la humanidad. Pero los argentinos conocemos otra cara de la parca: la masacre programada por los dictadores. Hablo de la desaparición de personas o, como escriben algunos historiadores extranjeros, “la muerte argentina”.

¿Por qué hablo de este tema? Porque a mediados de mayo se presentó, en el Teatro Mitre, el largometraje documental Nadie Olvida Nada que dirigió Ariel Ogando. El teatro fue desbordado por los espectadores (cerca de setecientos estimó una acomodadora) que siguieron -con gran respeto y admiración- los casi ochenta minutos que dura. Uno de los logros que tiene el film es que tiene varios finales y ninguno va a menos; por eso, el público premió a la obra con una gran ovación. Los aplausos fueron tan o más extensos que las memorables actuaciones pasadas de Julio Bocca o Alfredo Alcón.

Con lo anterior no quiero decir que se puede comparar la actuación de un bailarín o de un actor con la lucha por la verdad y justicia de los familiares de detenidos-desaparecidos. Sí quiero decir que la muerte y la vida están ligadas más de lo que parecen. Que, como decía un poeta, los muertos viven en la memoria de los vivos. Que no se trata de abrir viejas heridas ya que esas heridas nunca fueron cerradas. Y que existe un grupo numeroso de mujeres y algunos hombres que se empeñan en trasmitir un legado a las nuevas generaciones.

Mi abuela sabía mucho de la aquella ligazón. Sus últimas palabras estuvieron dirigidas a sus hijos: “Que nadie haga un escándalo cuando me muera. Porque si me lloran demasiado, mi alma deambulará por este mundo y no podré descansar en paz”. ¿Hace falta decir que aquella mujer estaba más cerca de la religiosidad popular que de los libros de biología?

Hace falta, porque ella no tuvo oportunidad para estudiar. En la década del setenta, la falta de oportunidades fue, precisamente, uno de los motivos que llevaron a varios jóvenes a intentar cambiar el mundo. Ese intento les costó la vida.

Es una lástima que ya no esté mi abuela para decirme cómo se cruza la religiosidad popular con las demandas de las víctimas de la última dictadura. Estoy seguro que su palabra me sería de mucha ayuda. Es posible que ella dijera que los desaparecidos podrán descansar en paz cuando los vivos sepamos quiénes, cómo y por qué los mataron.

He visto trabajar a la memoria en estas últimas semanas. Sin ir más lejos, la he visto trabajar cuando, a la salida del teatro, una abuela le dijo a su nieta (¿hace falta decir que ambas están despojadas de su sangre más cercana?) que “los desaparecidos piden que no los olvidemos”. Y yo, que no soy religioso, agregué: “Amén”.

miércoles, 18 de mayo de 2005

Lingüística de mingitorios

[Nota publicada en La Revista, año 2, número 12, San Salvador de Jujuy, mayo de 2005]

El aviso estaba a altura de los ojos, en el baño de varones de la facultad de Humanidades y Ciencias Sociales. Tenía un detalle de acciones y el título bien destacado: “Hechos, no palabras”. Abajo estaba la firma de una agrupación estudiantil, no importa el nombre, podría ser cualquiera. En cualquier otro lugar ese encabezamiento podría ser tolerado pero ahí, en el lugar más filosófico de esa institución, molestaba como el sol en los ojos.

¿Por qué digo que molestaba? Voy a responder esta cuestión después. Antes quiero recordar que hubo un tiempo que la asignatura llamada Lingüística fue (creo que ya no) una materia muy temida por los estudiantes de la calle Otero. Me acuerdo que una revista efímera de esa facultad publicó una viñeta donde aparecía un personaje con los ojos desorbitados y los pelos de punta. Al pie del recuadro una línea decía: “Quedó así después de estudiar para el parcial de lingüística”.

Yo mismo debo confesar que empecé mi carrera docente como auxiliar en dicha cátedra. Ingresé por un concurso donde el único postulante era yo. Es decir, nadie se animaba a trabajar en una materia que, para muchos, parecía inaccesible. Me acuerdo que varios de mis amigos me decían que estaba loco que iba a bailar con la más fea y la mar en coche.

Estuve varios años en la cátedra. Aprendí muchas cosas, como por ejemplo que existe una crítica académica que imagina que se rebaja si supone como interlocutor de sus trabajos al lector común. Por eso, existen varios trabajos científicos que tienen títulos como “El uso del subjuntivo en la prosa de Héctor Tizón” que no interesa más que a los alumnos del profesor que los escribió (y les interesa porque es lectura obligatoria para aprobar la materia).

Aprendí también que si uno tiene ideas de gestión del departamento de Comunicación diferentes a las ideas de la profesora que está al frente de la cátedra y -oh casualidad- es directora del citado departamento, uno puede perder el puesto como me pasó a mí después de estar varios años en el cargo sin que exista ninguna justificación para cesar en el cargo.

Pero no todo fue una pálida. Hace algunos años, la lingüística formó parte de esas modas intelectuales que cada tanto se decretan en el primer mundo y llegan a estas confusas tierras. Por eso conseguí algunos cargos en un colegio secundario. Me acuerdo que una directora me trataba con sumo respeto porque siempre recalcaba que yo había sido profesor de lingüística. Ella no sabía que yo era el mismo gilastro de siempre que a lo sumo había pescado algunas palabras claves de aquella moda.

La lingüística debería ser una ciencia apasionante ya que es la ciencia del lenguaje. Pero muchas veces funciona como autopsia que permite disecar los cadáveres textuales y rara vez uno se entera para que se procede de esa manera. Las autopsias, esto los sabemos bien los lectores de la novela policial, sirven para averiguar quién es el asesino. Muchas autopsias académicas, en cambio, sirven para demostrar que el muerto es el que pretende enseñar.

El lector se preguntará porque esta nota está escrita contra los lingüistas. En realidad, debo aclarar que hay honrosas excepciones a lo que escribo pero son los menos. La mayoría está tan preocupada en acotar su campo de estudio que pierde de vista la atractiva realidad que está más allá de sus narices. Estos especialistas se comportan como alguien que perdió una moneda en el parque San Martín durante la noche y la buscan solamente bajo el cono protector del alumbrado público y no lo hacen en las penumbras porque ese lugar no está autorizado. Y lo bien que les vendría a varios pasear por los lugares más oscuros del parque.

Vuelvo a los mingitorios. Si las ciencias del lenguaje fuesen tales no podría existir nunca un cartel que desestime a las palabras frente a los hechos. Digo esto porque hay palabras que acarrean el peso de los hechos. Pienso, por ejemplo, en un texto de Elfriede Jelinek de su novela Deseo: “La mujer se queda quieta como un inodoro para que el hombre pueda hacer su gestión dentro de ella”; he aquí una crítica social ligada a la crítica del lenguaje. En esta cita, las palabras son, en sí mismas, una pornografía del pudor; mientras que en aquel cartel del baño de Humanidades y Ciencias Sociales, una meada fuera del tarro.

sábado, 2 de abril de 2005

La espuma, el remisero macho y la pulga en la oreja

[Nota publicada en La Revista, año 2, número 11, San Salvador de Jujuy, abril de 2005]

Hay días en que uno quiere escribir pero le sale espuma, como decía César Vallejo. ¿Por qué comienzo esta nota con un tono de bronca? Porque ese malestar me queda después de casi chocar en la calle Güemes casi esquina Lavalle. Paso a contarles.

Yo salía de una rotonda cuando, de golpe, un remis intentó pasarme por el costado derecho. Para atenuar su falta (¿hace falta recordar que el manual del buen conductor indica que se debe pasar a otro vehículo por la mano izquierda?), el remisero sacó su brazo que sólo vi cuando accioné los frenos para no chocar. Pise el freno y no pude lanzarle un insulto en piloto automático. No recuerdo bien qué le dije, pero supongo que era algo así como “¿quién fue el irresponsable que te dio licencia para chocar?”.

Ya sé, amigo lector, que lo que conté no es nada nuevo y constituye lo cotidiano del tránsito de esta ciudad impía. Alguien comete una infracción, otro saca el animal que lleva adentro y lo insulta; el primero le devuelve la gentileza con un discurso similar y todos siguen su vida como si nada. Digo, ¿no pasa nada?, ¿y para dónde miran los que deberían controlar el tránsito? y una última cuestión ligada más al sentido común que a la filosofía: ¿debemos vivir así?, ¿vale la pena vivir de esta manera?

Confieso que estas preguntas me las hago ahora. En aquel momento no pensé y actué según mis reflejos: el pie derecho pisó el pedal del medio, la boca sacó un insulto de ocasión y punto. No hace falta ser un psicólogo para saber que después de vivir un momento de tensión, el cuerpo exige alguna acción para aflojarse y volver a su estado inicial. Sólo eso justifica una buena puteada.

Pero la tensión no terminó. Dos adolescentes que caminaban por la vereda lanzaron un comentario y se rieron con muchas ganas. Fue una risa contagiosa por lo que yo también me reí y recordé aquellas viejas páginas de una revista masiva que tenía una sección titulada: “La risa, remedio infalible”. Es evidente que el remisero nunca leyó aquellas páginas porque, sin ningún motivo, detuvo el auto amarillo, sacó su cabeza y me dijo: “¿De qué te reís, puto? Bajáte si sos macho”.

No sé qué habrá dicho el pasajero del valiente conductor -este no es un dato menor: aquel semental del volante estaba trabajando- . Los adolescentes se quedaron mudos y, de inmediato, mi mujer -otro dato no menor- empezó a gritarme en la oreja que no se me ocurriera bajar, que no le contestara y un montón de prohibiciones que terminaron por apabullarme más que el desafío del remisero.

Conclusiones: 1) la educación vial no existe o no se nota; 2) los “zorros grises” no están cuando deberían estar; 3) la risa no es un remedio, es algo peligroso; 4) los pasajeros no protestan frente al mal servicio de los chóferes; 5) los escritores somos cobardes o, por lo menos, no damos ninguna garantía a nuestras mujeres que salir airosos frente a un robusto remisero. De todas éstas, la que más me preocupa es la última: ¿qué puede más en esta ciudad impía: la trompada de un remisero macho o la página de un puto escritor?

Ya sé la respuesta. Por eso quiero escribir pero me sale espuma. Menos mal que este domingo Gimnasia juega de local y puedo desquitarme con el arbitro.

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