[Nota publicada en La Revista, año 2, número 12, San Salvador de Jujuy, mayo de 2005]
El aviso estaba a altura de los ojos, en el baño de varones de la facultad de Humanidades y Ciencias Sociales. Tenía un detalle de acciones y el título bien destacado: “Hechos, no palabras”. Abajo estaba la firma de una agrupación estudiantil, no importa el nombre, podría ser cualquiera. En cualquier otro lugar ese encabezamiento podría ser tolerado pero ahí, en el lugar más filosófico de esa institución, molestaba como el sol en los ojos.
¿Por qué digo que molestaba? Voy a responder esta cuestión después. Antes quiero recordar que hubo un tiempo que la asignatura llamada Lingüística fue (creo que ya no) una materia muy temida por los estudiantes de la calle Otero. Me acuerdo que una revista efímera de esa facultad publicó una viñeta donde aparecía un personaje con los ojos desorbitados y los pelos de punta. Al pie del recuadro una línea decía: “Quedó así después de estudiar para el parcial de lingüística”.
Yo mismo debo confesar que empecé mi carrera docente como auxiliar en dicha cátedra. Ingresé por un concurso donde el único postulante era yo. Es decir, nadie se animaba a trabajar en una materia que, para muchos, parecía inaccesible. Me acuerdo que varios de mis amigos me decían que estaba loco que iba a bailar con la más fea y la mar en coche.
Estuve varios años en la cátedra. Aprendí muchas cosas, como por ejemplo que existe una crítica académica que imagina que se rebaja si supone como interlocutor de sus trabajos al lector común. Por eso, existen varios trabajos científicos que tienen títulos como “El uso del subjuntivo en la prosa de Héctor Tizón” que no interesa más que a los alumnos del profesor que los escribió (y les interesa porque es lectura obligatoria para aprobar la materia).
Aprendí también que si uno tiene ideas de gestión del departamento de Comunicación diferentes a las ideas de la profesora que está al frente de la cátedra y -oh casualidad- es directora del citado departamento, uno puede perder el puesto como me pasó a mí después de estar varios años en el cargo sin que exista ninguna justificación para cesar en el cargo.
Pero no todo fue una pálida. Hace algunos años, la lingüística formó parte de esas modas intelectuales que cada tanto se decretan en el primer mundo y llegan a estas confusas tierras. Por eso conseguí algunos cargos en un colegio secundario. Me acuerdo que una directora me trataba con sumo respeto porque siempre recalcaba que yo había sido profesor de lingüística. Ella no sabía que yo era el mismo gilastro de siempre que a lo sumo había pescado algunas palabras claves de aquella moda.
La lingüística debería ser una ciencia apasionante ya que es la ciencia del lenguaje. Pero muchas veces funciona como autopsia que permite disecar los cadáveres textuales y rara vez uno se entera para que se procede de esa manera. Las autopsias, esto los sabemos bien los lectores de la novela policial, sirven para averiguar quién es el asesino. Muchas autopsias académicas, en cambio, sirven para demostrar que el muerto es el que pretende enseñar.
El lector se preguntará porque esta nota está escrita contra los lingüistas. En realidad, debo aclarar que hay honrosas excepciones a lo que escribo pero son los menos. La mayoría está tan preocupada en acotar su campo de estudio que pierde de vista la atractiva realidad que está más allá de sus narices. Estos especialistas se comportan como alguien que perdió una moneda en el parque San Martín durante la noche y la buscan solamente bajo el cono protector del alumbrado público y no lo hacen en las penumbras porque ese lugar no está autorizado. Y lo bien que les vendría a varios pasear por los lugares más oscuros del parque.
Vuelvo a los mingitorios. Si las ciencias del lenguaje fuesen tales no podría existir nunca un cartel que desestime a las palabras frente a los hechos. Digo esto porque hay palabras que acarrean el peso de los hechos. Pienso, por ejemplo, en un texto de Elfriede Jelinek de su novela Deseo: “La mujer se queda quieta como un inodoro para que el hombre pueda hacer su gestión dentro de ella”; he aquí una crítica social ligada a la crítica del lenguaje. En esta cita, las palabras son, en sí mismas, una pornografía del pudor; mientras que en aquel cartel del baño de Humanidades y Ciencias Sociales, una meada fuera del tarro.
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