[Nota publicada en La Revista, año 2, número 13, San Salvador de Jujuy, junio de 2005]
He visto trabajar a la muerte en las últimas semanas. Primero, murió el papá de una amiga del barrio; tenía casi noventa años y se fue en paz porque dejó una línea de conducta intachable. A los pocos días, palmó un tío que hace mucho no veíamos con mi mujer. La muerte es así: trabaja con lo próximo y lo lejano.
La vida y la muerte no son términos antagónicos. La muerte es el fenómeno más característico de los seres vivos, dice el biólogo Marcelino Cereijido, autor del excelente libro La muerte y otras ventajas. Ahora bien, ¿cuál será la ventaja de la muerte? El autor afirma que la respuesta es un tanto espeluznante: “[Los genes de la apoptosis] instruyen la síntesis de proteínas, algunas enzimáticas, que permiten que la propia célula desensamble sus organelas intracelulares, cortajee sus proteínas, haga picadillo sus moléculas de ADN y ARN, digiera sus restos”. La cita parece sacada de una conversación escuchada en un recreo de un congreso de biólogos; pero enseguida el mismo Cereijido se traduce a sí mismo en un lenguaje claro: “Pensá en una cuadrilla de demolición: sacan muebles, despegan cables, quitan caños, derrumban tapias. Una de las últimas etapas de la apoptosis equivale a untarse con savora o ketchup para atraer a macrófagos que terminen de devorar los restos y... ¡se acabó!”
Ya sé, estimados lectores, que hay cierto desparpajo en la forma que se expresa el biólogo. Pero nadie puede negar que es un razonamiento lúcido de lo que sucede cuando llega la hora final. Él, además, afirma que, hasta hace poco, la muerte era tema para los poetas, los religiosos y los dramaturgos, pero no para aquellos profesionales que deberían estar especializados: “Es curioso que nunca se hayan ocupada de ella los biólogos, siendo la muerte el fenómeno biológico más universal”.
Hasta aquí hemos hablado de la muerte como algo normal (“programada” diría el biólogo) que le sucede a la humanidad. Pero los argentinos conocemos otra cara de la parca: la masacre programada por los dictadores. Hablo de la desaparición de personas o, como escriben algunos historiadores extranjeros, “la muerte argentina”.
¿Por qué hablo de este tema? Porque a mediados de mayo se presentó, en el Teatro Mitre, el largometraje documental Nadie Olvida Nada que dirigió Ariel Ogando. El teatro fue desbordado por los espectadores (cerca de setecientos estimó una acomodadora) que siguieron -con gran respeto y admiración- los casi ochenta minutos que dura. Uno de los logros que tiene el film es que tiene varios finales y ninguno va a menos; por eso, el público premió a la obra con una gran ovación. Los aplausos fueron tan o más extensos que las memorables actuaciones pasadas de Julio Bocca o Alfredo Alcón.
Con lo anterior no quiero decir que se puede comparar la actuación de un bailarín o de un actor con la lucha por la verdad y justicia de los familiares de detenidos-desaparecidos. Sí quiero decir que la muerte y la vida están ligadas más de lo que parecen. Que, como decía un poeta, los muertos viven en la memoria de los vivos. Que no se trata de abrir viejas heridas ya que esas heridas nunca fueron cerradas. Y que existe un grupo numeroso de mujeres y algunos hombres que se empeñan en trasmitir un legado a las nuevas generaciones.
Mi abuela sabía mucho de la aquella ligazón. Sus últimas palabras estuvieron dirigidas a sus hijos: “Que nadie haga un escándalo cuando me muera. Porque si me lloran demasiado, mi alma deambulará por este mundo y no podré descansar en paz”. ¿Hace falta decir que aquella mujer estaba más cerca de la religiosidad popular que de los libros de biología?
Hace falta, porque ella no tuvo oportunidad para estudiar. En la década del setenta, la falta de oportunidades fue, precisamente, uno de los motivos que llevaron a varios jóvenes a intentar cambiar el mundo. Ese intento les costó la vida.
Es una lástima que ya no esté mi abuela para decirme cómo se cruza la religiosidad popular con las demandas de las víctimas de la última dictadura. Estoy seguro que su palabra me sería de mucha ayuda. Es posible que ella dijera que los desaparecidos podrán descansar en paz cuando los vivos sepamos quiénes, cómo y por qué los mataron.
He visto trabajar a la memoria en estas últimas semanas. Sin ir más lejos, la he visto trabajar cuando, a la salida del teatro, una abuela le dijo a su nieta (¿hace falta decir que ambas están despojadas de su sangre más cercana?) que “los desaparecidos piden que no los olvidemos”. Y yo, que no soy religioso, agregué: “Amén”.
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