[Nota publicada en La Revista, año 2, número 14, julio de 2005, San Salvador de Jujuy]
“Bájese los pantalones que lo voy a enhebrar”, dijo un capitán del Grupo de Artillería de Montaña 5 y un soldado empezó a desprenderse el cinturón. El hecho ocurrió a mediados de 1983. Entonces, a pesar de los argumentos de mi novia, yo hacía la colimba. Eran los últimos meses de la dictadura y no pedí prórroga universitaria porque quería saber si los militares eran tan cerrados, ignorantes y autoritarios como contaba la revista Humor que dirigía Andrés Cascioli (a propósito, una compilación de más de quinientas páginas acaba de salir al precio no humorístico de cien mangos).
Por aquel tiempo, cumplir con el servicio militar obligatorio era “hacer la colimba”. Esta última palabra, como recordarán los memoriosos, se forma de las primeras sílabas de: corre, limpia y barre. Esas tres acciones constituían la tarea diaria de los soldados. Y no sólo había que limpiar el cuartel, también había que ser jardinero del sargento de turno y chofer de los hijos de algún teniente.
La colimba era una humillación por que tenía que pasar todo joven argentino. Cada tanto, se hacía una práctica militar con fusiles descalibrados que no servían para hacer blanco por más que uno se esforzara. En una práctica nocturna, me acuerdo, acerté al farol que estaba al costado del blanco. Todavía me acuerdo del borcego de un cabo que se incrustó en mis costillas después de aquel tiro fallido.
Había uno o dos momentos al año en los que se hacía una especie de evaluación. Teníamos que realizar determinadas destrezas físicas en un campo de entrenamiento y una mínima parte consistía en una evaluación teórica. Nos preguntaban acerca de lo que significan determinadas insignias militares y otras cuestiones menores. Me acuerdo que, en esta última prueba, no hacían pasar de a dos. A mí me tocó de compañero el “Negro” Guanuco, un excelente talabartero que se esforzaba en aprobar todas las pruebas. El capitán nos preguntó si el subordinado debía obedecer todas las órdenes. Mi compañero rápidamente contestó que sí y yo que no (más que nada por contrera y cabezón antes que por una razón ideológica, aclaro). Fue entonces que aquel oficial le dio al “Negro” la orden de bajarse los lienzos y, enseguida, lanzó una contraorden: “¡No, boludo, las ordenes que no tienen lógica no hay que obedecerlas!”.
En ese momento repasé mentalmente todos los números de la revista Humor y me di cuenta que este capitán tenía autoridad, razonaba apoyado con la lógica y no era cerrado. Lamentablemente era la excepción que confirmaba la regla de los redactores de aquella publicación.
Once meses duró mi vida como soldado. Salí en la segunda baja porque argumenté que tenía que retornar a mi clases. El primer examen que preparé, en un intento desintoxicación, fue una materia que se llamaba Filosofía de la Ciencia. Mientras tanto, Alfonsín había ganado las elecciones y, por las radios, Juan Carlos Baglietto cantaba “Mirta, de regreso” en la que decía: “Ya no hay ningún pelo largo / todos parecen soldados”. Pero no era eso lo que más me emocionaba. Otros versos me hacían doler casi como la patada de aquel cabo: “Yo sé que una mujer valiente se inclina igual / hacia el lado de la sed”. Lo que más lamenté, en mi vida de soldado, fue la novia que perdí.
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