viernes, 22 de abril de 2011

Realismo mágico, realismo pedestre y ¿realismo trágico?


Héctor Tizón

Héctor Tizón, con un tono no carente de ironía, manifestó cierta vez que el “Realismo mágico” es un invento para europeos entusiastas: “Yo simplemente recordé que mi abuela cuando se acercaba la noche, tocaba las manos y les decía a los peones: 'Saquen las víboras de los cuartos que se van a acostar los niños'. Eso en Holanda es realismo mágico; en mi tierra es realismo pedestre”. 

Pensemos, entonces, cómo narraron los familiares de los detenidos-desaparecidos sus historias sobre el horror que les tocó vivir. Cada vez que un relato llegaba a la complicación (el origen del conflicto, según Adam, ver "Modelos para narrar" en este mismo blog.), parecía como si el tiempo se “engrosara”. Es decir, narraban sobre un pasado expandido que se diferenciaba notablemente de los otros momentos. Era, en esos momentos, cuando las mujeres presentes en la reunión asentían, agregaban y complementaban los dichos de la que relataba. Se trataba de una dificultad por la que todas tuvieron que pasar. Las huellas de esos hechos están en las mentes de estas mujeres y, posiblemente, sean esos momentos los que más celosamente cuidan y por eso los repiten casi de la misma manera en un afán de no deformarlos.
Ahora bien, ¿cómo se deben narrar estos hechos que son traumáticos? ¿Pueden los familiares ser objetivos cuando rememoran el horror? ¿Es posible lograr la objetividad cuando se intenta reconstruir el drama con palabras y silencios que narran el abuso de poder?
Para responder estas cuestiones partamos de una situación difícil de negar: las aberraciones de la última dictadura –hechos que están probados no sólo en el Juicio a las Juntas– existieron. Por lo tanto, contar lo que sucedió es inevitable; eso hicieron los testigos que dieron su testimonio, eso hicieron los entrevistados que aparecen en libros recientes y eso hacen estas mujeres de Jujuy. Digamos más: los propios familiares quieren que estos hechos se sepan para que se afirme: “Así ocurrió”.
Aclaremos algo: no todos los relatos tienen una estructura narrativa completa (según el esquema propuesto por Adam). Es posible que sólo se complete el día en que estos familiares obtengan justicia (la resolución del caso); mientras tanto, un componente discursivo (la complicación) constituye el núcleo de casi todas las narraciones. Además, muchos relatos tienen algún vacío temático ya que parece imposible la reconstrucción total. Por lo tanto, los testimonios grabados –por más que traducidos al papel insuman un millar de páginas o las que sean– no pueden formar una memoria grupal ni mucho menos se les puede juzgar a los sobrevivientes por comprender (o no) la situación contextual del momento de la complicación. Pero no por estas deficiencias son innecesarios; por el contrario, constituyen narraciones claves para entender “lo que no debió ocurrir”.
Ya sabemos que existen distintas disciplinas científicas que pueden aportar para el análisis de aquellos trágicos años. Pero mucha sería la exigencia que estaríamos colocando sobre los hombros de estas mujeres si, aparte de pedirles que rememoren lo ocurrido, les exigiéramos que sus relatos se presenten con un alto grado de coherencia y cohesión[1].
La narración, como su nombre lo indica, es la actividad propia de los narradores; es decir, de los escritores (aunque no les pertenece en exclusividad). A ellos deberíamos remitimos para exigirles una completa estructura formal que cuente sobre lo ocurrido. (Escribí “estructura” y no contenidos porque ya sabemos que la reconstrucción total es una ilusión vana).
De la misma manera que, en la década del sesenta, se hablaba del “Realismo mágico” para (re)conocer a un numeroso grupo de escritores que renovaron el campo literario; la literatura posterior a la dictadura recién empieza a tener una presencia sólida a fines de la década del ochenta. Entre ambos momentos hay diferencias notables. Un esquema podría ser el siguiente:
Una de las claves de esta narrativa postdictatorial (o la que muchos grandilocuentemente llamaron posmoderna) es que no contiene escenas de tortura explícita, no se trata ahora –para hacer un parangón con la década del sesenta– de un “Realismo trágico”. Sucede, eso sí, que las tragedias realizadas por la dictadura están en el imaginario de muchos creadores y “emerge solapadamente, como a contrapelo del relato”, como afirma Liliana Heker en Después: Narrativa argentina posterior a la dictadura (1996), porque si “la narrativa actual, si viene de algo, viene del desencanto y de la muerte”.
Ildiko Nassr
En Jujuy, la obra que marcó un cambio de época fue Octogenario, ¡las pelotas!: Anti­homenaje a Andrés Fidalgo, una publicación de tirada reducida que apareció en 1999 en la que varios escritores celebramos los ochenta años del querido intelectual. ¿Y qué sucede con la narrativa producida en el nuevo milenio? ¿Los microrrelatos de Ildiko Nassr referidos a una niñez atroz tienen que con el hecho de que esta autora nació el mismo año en que comenzó la dictadura más aberrante que tuvimos que soportar?
Sospecho que tanto en la narrativa reciente como en las estrategias comunicativas de las mujeres que tienen familiares detenidos-desaparecidos, existe una deliberada intención de reflexionar sobre lo ocurrido. Ellas tratan de mantener vigente la tragedia de los detenidos-desaparecidos de Jujuy por medio de diversos soportes (placas, videos, revistas, fotos, libros, murales, etc.). Para eso re- viven lo sucedido. Para que ese trabajo no sea en vano –lo que equivaldría a un re- morir– es necesario que las escuchemos; sobre esto volveremos más adelante.



[1] En Ante el dolor de los demás (2003), Susan Sontang  afirma: “Quizás estemos asignando demasiado valor a la memoria y demasiado poco valor al pensamiento”.


viernes, 15 de abril de 2011

Un marco teórico-metodológico para trabajar con testimonios sobre la represión dictatorial

Ludmila da Silva Catela, Elizabeth Jelin y Reynaldo Castro

Este texto fue desarrollado en el "VIII Encontro Nacional de História da Mídia" organizado por la UNICENTRO, Guarapuava (PR), 28 de abril a 30 de abril de 2011 (más información aquí)


En los últimos años, ha surgido uno de los fenómenos culturales y políticos más sorprendentes: la memoria corno una preocupación central de la cultura y la política en sociedades occidentales (Huyseen, 2002). Este fenómeno contrasta notablemente con la tendencia a privilegiar el futuro, corriente que fue una de las características dominantes de las primeras décadas de la modernidad del siglo XX. Las vanguardias artísticas de la época hablaban de rupturas con el pasado y de proyecciones hacia el futuro. Así el dadaísmo, el surrealismo y el futurismo anunciaban –a viva voz– la aceleración del cambio y el surgimiento de un nuevo tipo de concepción artística.

¿Por qué motivos vivimos en una época fuertemente conmemorativa? Hay varias cuestiones. Una de esas está dada por el cambio de siglo y milenio; pasar de un estadio numérico a otro, ayudó –entre otras cuestiones– a crear la necesidad de balances sobre la narración de experiencias extremas (Arfuch, 1996). Otra cuestión está dada por “la recurrencia de las políticas genocidas en Ruanda, Bosnia y Kosovo en la década del 1990, década que se alegaba poshistórica” (Huyseen, 2002: 17).
También ocurrieron magnas conmemoraciones transnacionales ancladas en fechas redondas (Jelin, 2002). Un par de ejemplos refuerzan este concepto: los quinientos años de la llegada de Colón a América y los cuatrocientos años de la fundación de San Salvador de Jujuy, ambos signados con polémicas cruzadas pero que no pasaron inadvertidos por gran parte de la sociedad. En el primer caso, fue prolífica la producción de eufemismos para ocultar la violencia: “descubrimiento”, “evangelización”, “tarea civilizatoria”, etc.
Cuando se celebró el V Centenario, en 1992, aquellas fórmulas habían sido suficientemente desmitificadas y se inventó otra más cordial: “encuentro de dos mundos”. Son conocidas las críticas que muchos historiadores le hicieron y las razones por las cuales se sigue prefiriendo, aun en la academia europea, hablar de conquista. No fue un encuentro en medio del Atlántico para una amable feria de intercambios, sino una historia de combates y posiciones (García Canclini, 1999: 87-88).


En la conmemoración de 1993, el gobierno municipal de San Salvador de Jujuy desarrolló una intensa actividad para festejar los cuatrocientos años de la ciudad. En la semana del 19 de abril –día de la tercera y definitiva fundación–, hubo festivales de música popular que rompieron la monotonía provinciana y que fueron cuestionados por algunos dirigentes políticos de la oposición por la desmesura de su gasto; pero la objeción no llegó a ser significativa. La respuesta más fuerte llegaría un tiempo después.
Tres años más tarde, un grupo de docentes de Tilcara publicó la primera edición del libro Quebrada de Humahuaca, más diez mil años de historia. En él, desde el título marcaban una diferencia que iba mucho más allá de la línea de tiempo de la celebración organizada por el estado municipal. Además, en el capítulo diez que lleva el dicente título “De ahí en más, una vida diferente”, las autoras afirman que “la llegada de los europeos a América fue traumática[1] para las poblaciones indígenas” ya que entre las novedades traídas por los españoles estaban diversas enfermedades que causaron estragos. Así, en el territorio de Los Tilcara, la población que tenía más de cinco mil habitantes cayó abruptamente hasta tener “sólo 181 habitantes en 1778” (Albeck y González, 1999: 82).
Dos ejemplos más. En la ocasión de conmemorarse, en Buenos Aires, los veinte años de lucha de la Asociación, Madres de Plaza de Mayo, se realizó un video homenaje en el que participó una gran cantidad de artistas reconocidos[2]. Ya en el año anterior,
se cumplieron 20 años del golpe militar y el mes de marzo concentró energías y actividades que culminaron el 24 de marzo con una de las marchas más masivas de la historia en Buenos Aires y en la mayoría de las capitales de Argentina. Entre otros impactos públicos, este tiempo fue, según el juez español [Baltasar] Garzón, decisivo para impulsar los juicios internacionales que pasaron a imperar a fines de los '90 (da Silva Catela, 2002: 30).
El otro ejemplo es más cercano para mí. En marzo de 2001, los organismos de Derechos Humanos (en adelante DDHH) de San Salvador de Jujuy conmemoraron los veinticinco años del golpe con una acentuada acción que incluyó una exposición de fotografías, una muestra de teatro, mesas redondas (en las que participaron periodistas, dirigentes gremiales, poetas y presos políticos), una disertación acerca de los Juicios por la Verdad, un festival musical, exposición de videos, la presentación del libro Jujuy, 1966/1983 de Andrés Fidalgo y, como actividad central, un acto en el Parque de la Memoria y una marcha por el centro de la ciudad. La cantidad de actos recordatorios fue, sin lugar a dudas, la más extensa que se haya realizado en San Salvador de Jujuy.

La memoria y el Holocausto

Ya vimos que la presencia del pasado se ha visto intensificada por varios motivos. Quizás, el más influyente sea el recuerdo del Holocausto y sus conmemoraciones dadas por
una larga serie de cuadragésimos y quincuagésimos de fuerte carga política y vasta cobertura mediática: el ascenso de Hitler al poder en 1933 y la infame quema de libros, recordados en 1983; la Kristallnacht –la Noche de los Cristales–, progrom organizado contra los judíos alemanes en 1938, conmemorado públicamente en 1988; la conferencia de Wannsee de 1942, en la que se inició la “solución final”, recordada en 1992 con la apertura de un museo en la mansión donde tuvo lugar dicho encuentro (Huyseen, 2002: 15).
Esta acción hace afirmar a Huyseen que el Holocausto funciona como “tropos universal del trauma histórico”. Así el recuerdo de la barbarie nazi[3] se erige como caso testigo de las violaciones a los DDHH.
Theodor Adorno –figura paradigmática de la escuela de Frankfurt– reflexionó largamente acerca del genocidio. Para él, Auschwitz implica un quiebre en la tradición de la cultura occidental. El filósofo planteó un célebre dictum imposible de eludir[4]: ¿es posible escribir poemas después de Auschwitz? La pregunta es provocadora, sin embargo, la inconmensurabilidad que supone representar la barbarie por medio del lenguaje estético es, antes que un obstáculo, un disparador de ideas. Así, existe una cantidad más que apreciable de representaciones artísticas del Holocausto (lo mismo se puede afirmar para el caso argentino[5]), en tanto que la maldición adorniana ha sido convertida en precisamente eso: una maldición. Por lo demás, no pocos autores han reducido el pensamiento del filósofo a una pregunta que desdeña “la retórica hiperbólica de Adorno y el contexto político de la década de 1950 con toda su carga de restauración”, como afirma uno de sus discípulos más directo (Huyseen, 2002: 122).

¿De qué hablamos cuando hablamos de memoria?

En Argentina, cuando hablamos de memoria asociamos, por lo general, esa palabra con las violaciones denunciadas por los movimientos de Derechos Humanos.
En una escena todavía dominada por la acción de la justicia, lo primero que aparece es una memoria de los crímenes. Si se puede hablar de un “régimen de memoria” (como Foucault hablaba de “regímenes de verdad”), en la memoria de los crímenes y de los criminales prevalece un régimen en el que la “verdad” en juego depende de los hechos, las pruebas y los testimonios singulares. Pero en el estado presente de la memoria hay otros núcleos y “formaciones”. Existe una memoria familiar, de vínculos afectados por esa ofensa moral que se agrega a los asesinatos, la desaparición de los restos mortales de las víctimas; esa memoria, asociada a los procesos de duelo, se pone en acto en la búsqueda de los niños apropiados. Están las memorias ideológicas, facciosas incluso, de golpe, de grupos que reafirman identidades y afiliaciones al pasado, sea en el relato de la “guerra anti-subversiva”, sea, con variantes, en el relato combatiente de la aventura revolucionaria. Están los trabajos de una memoria intelectual asociada a los saberes y la investigación histórica. Y, finalmente, la memoria pública, política, que discute ese pasado desde tradiciones, valores y afiliaciones diversas y que combina o traduce motivos de todas las demás. En el presente emerge un estado de activación, una temperatura alta de las memorias, que se demostró en las repercusiones del acto del 24 de marzo, en el partido de gobierno, en la oposición y en la opinión pública (Vezzetti, 2004).
La memoria a la que nos referimos en este trabajo es aquella que está ligada a las violaciones a los DDHH, durante la última dictadura. Esa memoria ocupa un lugar que tiene muchos constituyentes: “El lugar de la memoria en una cultura dada se define por una red discursiva sumamente compleja, constituida por factores rituales y míticos, históricos, políticos y psicológicos” (Huyseen, 2002: 148).
Analicemos brevemente los factores que se mencionan. Frente a la pregunta sobre qué es la memoria, la psicoanalista Eva Giberti (citada por Mignogna, 1991) sostiene:
Cuando se los veía, cuando se los llevaban, en las noches, se los oía gritar. No se sabía adónde los llevaban, pero se los veía o se los veía detenidos en plena calle. Se escuchaban los gritos, se escuchaba el ulular de las sirenas, se veía y se escuchaba, se percibía que algo muy grave estaba pasando. Esa percepción fue una huella. Una huella que quedó en buena parte de la población y cuando, en determinado momento se rememora aquello que pasó, lo que se vio y lo que se oyó, se representa mentalmente aquello, cuando juntamos lo percibido con lo representado allí, nace la memoria.
Es decir, una huella psíquica quedó en los que escucharon o vieron detenciones de personas. Esa huella –cuando se rememora– sirve para representar la gravedad de la situación vivida. Memoria y rememoración, entonces, forman un par en el que la primera precede a la segunda.
El pensamiento popular y el filosófico parecen coincidir en este punto: la memoria es una persistencia, una realidad que permanece casi impecable e incesante. La rememoración (o anamnesia), en tanto, es la acción de recuperar algo que en un tiempo se tenía y que se creía perdido (Rossi, 2003: 21).
Rememorar no es una tarea fácil porque gran parte de la sociedad argentina creó las condiciones propicias para la instalación de la dictadura. Para que exista una dictadura no sólo hacen falta dictadores, es necesario –¿hace falta decirlo?– una sociedad que los tolere.
Hoy es posible –para una porción considerable de la ciudadanía, al menos– admitir que la dictadura militar no cayó sobre esta sociedad como un rayo en un día radiante; que encontró bien arraigadas condiciones de violencia, totalitarismo y facciosidad y las exaltó hasta límites que sólo pueden compararse con las páginas más negras de la historia de la humanidad (Vezzetti, 1985).
La rememoración implica un deseo de hacer memoria. Por eso, las personas que apoyaron el golpe de Estado no recuerdan –o no quieren hacerlo–; mucho menos quieren rememorar los que accionaron la represión. Así, el olvido es una necesidad que tiene para vivir todo torturador, pero –lamentablemente para él– así como la memoria total es un imposible, el olvido nunca es completo.
Los factores rituales y míticos fueron protagonizados (casi en exclusividad) por mujeres. Las rondas de los jueves fueron (son) encarnadas por mujeres con pañuelos blancos que caminan alrededor de la pirámide de la Plaza de Mayo. Estas vueltas son una práctica ritual que expresan “no sólo la tenacidad de una lucha o la valentía de un puñado de mujeres” (Feijoó y Gogna, 1985) sino que explican, además, un intento de construir el lugar de la memoria en la cultura contemporánea.
Las marchas circulares en derredor de la Pirámide de Mayo [...] son caminatas que vuelven sobre sí mismas, porque no hay salida. El silencio es la desesperación del sonido vital, y esa ausencia retorna eternamente sobre sí, denunciando la desaparición, que es el modo más mortal que tiene la muerte. Sin el testimonio de los cuerpos de los muertos, no hay progresión rectilínea de la historia. Todo vuelve como en un círculo. Vuelve la muerte. Las romerías circulares de las Madres son un círculo vicioso y doliente, porque los cadáveres a los que se ama no están muertos. Porque los desaparecidos son cadáveres que no han muerto, aunque todos saben lo muertos que están (Wiñazki, 1999).
Este fuerte protagonismo es una respuesta contundente, ya que si bien la dictadura produjo lo que hoy se conoce en todo el mundo como una forma original de la represión: los desaparecidos[6]; también produjo las condiciones de una respuesta excepcional: el movimiento de derechos humanos y su símbolo, las Madres de Plaza de Mayo (Sarlo, 1999).

Memoria y olvido

La relación entre memoria y olvido es recíproca: ninguna puede existir sin la presencia de la otra. A menudo, esta relación despierta quejas que carecen de justificación ya que: “¿Acaso tiene sentido oponer memoria y olvido, como solemos hacer admitiendo en el mejor de los casos que el olvido viene a ser la inevitable imperfección y deficiencia de la memoria misma?” (Huyseen, 2002: 147).
Dado que la posibilidad de recordar todo sólo se presenta de manera enfermiza en la ficción (por ejemplo en el cuento de Jorge Luis Borges, “Funes el memorioso”) es conveniente recordar que, por definición[7], no existe forma alguna de memoria que sea esencialmente pura, perfecta y trascendente (y –como ya expresamos– así como no existe memoria total, tampoco hay olvido perfecto). Sí existen recuerdos que alimentan el deseo de no olvidar. En algunos casos, esos deseos buscan retener hasta el detalle más mínimo por parte de los familiares que tienen un detenido-desaparecido. ¿Por qué rememoran cada uno de esos detalles? Porque, para ellos, representan momentos precisos y son muy importantes para conservar el recuerdo vivo. Después de la tragedia de no saber más nada acerca de un ser querido, cada detalle se torna en un acto que puede ser determinante.
La relación entre la memoria y el olvido encierra una paradoja: una situación olvidada está siempre presta a ser recordada, ya que:
¿Qué es olvidar, sino abrir un tramo y un espacio virtual de recuerdo, justamente porque eso que no está presente, que no es vivido ni pensado está latentemente disponible para ser evocado, confrontado, incluso discutido o rectificado por un acto de memoria? (Vezzetti, 2002, p. 36).
Los familiares entrevistados insisten en recordar pequeños detalles porque estos llenan el espacio con representaciones que pueden ser precisas, significativas e importantes. La insistencia en recordar tiene un motor fundamental: el miedo a que desaparezcan de la agenda pública aquellos motivos que hicieron posible la instalación del Estado criminal. Tienen motivos más que suficientes para temer: en el pasado no sólo han desaparecido determinadas formas de pensar, también han desaparecido los cuerpos[8] de sus familiares (algunos porque encarnaban esos pensamientos, otros porque tenían una relación casual con ellos).

Memoria colectiva

La memoria colectiva no es el resultado de la sumatoria de cada una de las memorias individuales. Es más bien un proceso (nunca acabado, siempre en disputa) ligado al pasado pero diferenciado de la historia, a pesar de que tienen algunas zonas en conflicto que no tienen solución aparente.
Los primeros usos de la palabra historia se refieren a una “descripción narrativa de acontecimientos” (Williams, 2000: 161); afirma el autor recién citado que aún se la sigue considerando corno una exposición o una serie de exposiciones sobre hechos pasados ocurridos. La memoria, por su parte, trabaja en un terreno más incierto y posee procesos subjetivos que muchas veces entran en conflicto (de ahí que los organismos de DDHH hablen de “luchar contra el olvido” y que los investigadores hablen de memoria contra memoria). Las dos comparten la dificultad que consiste en la imposibilidad de encontrar una explicación única del pasado; ambas pueden diferir en el sujeto que explica o describe el pasado. En la historia, el sujeto que narra no necesariamente debe haber sido protagonista o testigo del hecho. Mientras que la memoria necesita ser contada por un protagonista del hecho que se narra. Por lo tanto,
el término memoria tiende a presuponer una recuperación del pasado que involucra a los protagonistas; de modo que, puede decirse, se establece una cierta equivalencia entre los actores de los acontecimientos y los sujetos de la memoria. Pero no en el sentido de que sólo los que vivieron los acontecimientos puedan ser sujetos de la memoria (lo que supondría una noción estrechamente empirista de la relación entre los “hechos” y el recuerdo), sino, más bien, en el de una solidaridad entre el recuerdo y la acción, una reapropiación del pasado que, propiamente, forma el recuerdo como un ingrediente de la acción; y siempre lo hace a posteriori, en el mismo momento en el que, puede decirse, constituye un sujeto de esa memoria (Vezzetti, 2002).
La memoria colectiva depende de correspondencias intersubjetivas o grupales (Feld, 2002: 2). Busca transferir valores y enseñanzas de una generación a otra e intenta documentar y transmitir el conocimiento adquirido. Al igual que la historia[9] tiene una fuerte carga narrativa pero se expresa en diversos lenguajes en los que la imagen tiene un lugar preponderante: murales, parques, películas, placas recordatorias, avisos conmemorativos en diarios, documentación judicial, consignas, canciones, etc.

Memoria e identidad

El término “identidad” forma parte de los estudios de las ciencias sociales a partir de la década de 1960 (Lomnitz, 2002). En épocas anteriores, la problemática identitaria –si bien con otra denominación y sobre todo desde el punto de vista sociológico– ya ha estado presente en autores clásicos como Weber, Marx y Durkheim. Los tres formularon conceptos muy relacionados con la cuestión de la identidad, siguiendo el orden de los ensayistas: “status”, “conciencia de clase” y “representaciones colectivas”.
Para Stuart Hall –autor decisivo para el desarrollo de los Cultural Studies– la problemática de la identidad resulta imposible de pensar fuera de las cuestiones sociales y culturales. El ensayista[10] sostiene que existen tres diferentes concepciones acerca de la cuestión identitaria: 1) el sujeto del iluminismo, 2) el sujeto sociológico y 3) el sujeto posmoderno (Hall, 1992: 275).
Dado que este marco teórico-conceptual se refiere a una serie de acontecimientos ubicados en la segunda mitad de la década del setenta hasta los primeros años de la siguiente (que corresponde a una sociedad descentrada enmarcada en el capitalismo tardío, cuya idea de saber ya no se corresponde con la razón moderna deseosa de unidad, sino que fluctúa entre un espacio ilimitado de indagación y la conciencia del carácter limitado de toda forma de conocimiento) y, aceptando el reconocimiento que distingue a los Cultural Studies en el campo de la comunicación, vamos a centramos en la concepción posmoderna del sujeto (y, como se verá más adelante, en un momento en particular). Esta concepción coloca el acento en la noción de las identidades múltiples y fragmentadas, y se separa definitivamente de la anterior concepción unificada de la identidad.
El sujeto posmoderno ha sido definido como alguien que no tiene una identidad integral, originaria ni unificada. La identidad se transforma en “un banquete móvil": formado y transformado constantemente en relación con las líneas por las que somos representados o dirigidos en los sistemas culturales en los que estamos insertos (Hall, 1987). Esta cuestión está definida históricamente, no de manera biológica. El sujeto, por lo tanto, asume identidades diferentes, en distintos momentos; identidades que no están unificadas alrededor de un “yo”' coherente. Dentro de nosotros conviven identidades contradictorias, tirando en direcciones diferentes; es decir, nuestras identidades cambian continuamente de posición (Hall, 1992: 277).
Hall postula que el sujeto posmoderno no nace por generación espontánea. Entre sus antecedentes hay cinco momentos del proceso de descentramiento: 1) el pensamiento marxista y el cuestionamiento al concepto del sujeto como autor de su propia historia; 2) la noción del inconsciente introducida por el “descubrimiento” del psicoanálisis; 3) el surgimiento de la lingüística estructural de Ferdinand de Saussure (1970), quien postula la no existencia de un sujeto como autor de los sentidos de sus palabras; 4) la aparición de los trabajos filosóficos e históricos de Michel Foucault (1975, 1977), quien analiza el surgimiento de un nuevo tipo de poder que intenta disciplinar tanto a sociedades como individuos, es decir: a gobiernos como al propio cuerpo del individuo; y el 5) el impacto del feminismo como teoría crítica y social. Perspectivas que, digámoslo, pueden converger.
A este proceso, Pablo Vila, quien analizó profundamente los momentos del desarrollo de descentramiento del sujeto, agrega un sexto momento: el estudio sobre las identidades narrativas.
Lo interesante de este momento es que justamente busca explicar por qué, si a partir de los trabajos de los autores antecitados sabemos que las identidades sociales son descentradas, fragmentarias, y en continuo proceso de formación, la gente vive su identidad como si fuera un todo unificado (Vila, 2001).
Esta nueva manera de estudiar las identidades sociales afirma que la narrativa es una categoría epistemológica que fue tradicionalmente confundida con una forma literaria. Vila –quien se apoya en Paul Ricoeur (1984), Donald Polkinghome (1988), Margaret Somers (1992) y otros– sostiene que la narrativa es uno de los esquemas cognoscitivos más importantes con que cuentan los seres humanos, ya que expresa la comprensión del mundo que nos rodea. Por lo tanto, podemos afirmar que –a través de una forma muy expresiva– los hechos vividos pueden ser contados de manera temática y coherente.
Esta nueva noción reconoce a la narrativa y a la “narratividad” como conceptos de epistemología y ontología social. Estos conceptos afirman que es por medio de la “narratividad” que podemos conocer, entender y dar sentido del mundo social. Es, por lo tanto, gracias a las narrativas y sus distintas formas de narrar que constituimos nuestras identidades sociales (Somers, 1992: 600).
Como consta en muchas publicaciones, una de las cuestiones centrales para las madres y los familiares de detenidos-desaparecidos es cómo transmitir la experiencia traumática de la dictadura a las generaciones posteriores. No es una cuestión menor esa tarea ya que un hecho histórico para ser comunicado debe ser significado dentro de las formas del discurso, postula Hall (1980) en un trabajo ya clásico. En el momento en que ese hecho pasa bajo el signo del discurso, está sujeto a todas las reglas complejas formales a través de las cuales el lenguaje significa. En otras palabras: el hecho debe convertirse en una “historia/relato” antes de que pueda convertirse en un evento comunicativo[11].
La construcción narrativa de las violaciones a los DDHH es una cuestión central porque, cuando recordamos las historias de la comunidad a la que pertenecemos, nos apropiamos de modelos de actuación y de sus resultados. Cuando eso ocurre, la narrativa da lugar a la acción ya que esos modelos recuperados permiten idear estrategias y acciones para desarrollarlas junto a otras personas.
Recordamos historias sobre nosotros y el pasado de la comunidad, y éstas proveen modelos; planificamos estrategias y acciones e interpretamos las intenciones de otros actores. La narrativa es la estructura discursiva que adquiere toda acción humana por medio de una forma que resulta significativa (Polkinghorne, 1988: 135).
Este proceso constante de ida y vuelta entre narrativas e identidades (entre vivir y contar) es el que permite fijar ciertos parámetros de identidad (nacional, local, grupal, de género, política o de otro tipo) que cada sujeto selecciona de ciertos hitos que lo ubican en relación con “otros”. Esos parámetros se convierten en marcos sociales para encuadrar las memorias (Halbwachs, 1994). Si bien la identidad posee una parte permanente y otra continuamente cambiante, algunos de los hitos se tornan, para el sujeto individual o colectivo, en elementos “invariantes” o fijos, alrededor de los cuales se organizan las memorias. Pollak (citado por Jelin, 2002) señala tres tipos de elementos que pueden cumplir esta función: a) acontecimientos, b) personas o personajes y c) lugares. Pueden estar ligados a experiencias vividas por la persona o transmitidas por otros. Estos elementos permiten mantener un mínimo de coherencia y continuidad, necesarios para el mantenimiento del sentimiento de identidad.

Memoria e historia

La dificultad para separar la historia de la memoria es algo que asumen los propios historiadores. Este problema lo enfrenta Tulio Halperin Donghi, quien expresa:
Me pesa que en los años del Proceso se haya abierto una herida que no ha cicatrizado aún, y hace difícil atravesar la invisible frontera que separa el dominio de la memoria del de la historia, con consecuencias que van más allá de las postuladas por quienes suponen que sólo separando con un adecuado espesor de tiempo al historiador de su objeto de estudio podrá acercarse a éste con la serenidad necesaria para alcanzar de él una imagen –como se dice– objetiva. El peligro consiste, más bien, en que cuando la memoria, siempre y necesariamente selectiva, se vuelca hacia una etapa que dejó de herencia una herida como ésa, se concentre en esa herida hasta marginar casi todo el resto (Halperin Donghi, 2003).
El temor del historiador es que la narrativa sobre aquellos años (“tal como la han registrado el Nunca más y El Diario del Juicio”) se convierta en “toda la historia del Proceso”. Ese temor es justificado porque existe una mirada centralizada, en su gran mayoría, en Buenos Aires y en investigaciones sin la suficiente actualización; por otro lado, la narrativa del informe de la CONADEP se torna, en algunos casos, en memoria “oficial” que no permite escuchar a las memorias locales[12].
Existen, además, investigadores que creen que el pasado próximo –o como lo llaman algunos: la historia del presente– es propiedad de los historiadores. Uno de ellos sostiene que
la intervención del historiador en la historia del presente puede contribuir a combatir ciertos peligros de las múltiples y difundidas interpretaciones vulgarizadas circulantes y, a la vez, estar en condiciones de reordenar, reformular y problematizar una historia del presente generalmente narrada por cronistas y periodistas, quienes, más allá de un mayor o menor rigor en su análisis, tienden a producir una interpretación del presente condicionada por el sentido común, por los tiempos mediáticos y por las múltiples presiones sociales (Suriano, 2005: 11).
Me permito disentir en una sola cuestión. Por eso transcribo algunos términos que son sinónimos de “vulgar”: prosaico, mediocre, banal, plebeyo, grosero. Es decir, todo aquel que no es historiador –según Suriano– corre el riego de brindar versiones degradantes de la “historia del presente”. La historia –recordemos– no es propiedad de los historiadores y muchas veces el espíritu de una época es captado por autores que elaboran una contrahistoria (basada más en lo anecdótico y aquello que, en el mejor de los casos, está relegado en los márgenes de la historia oficial), como el que escribió la siguiente interpelación:
Las construcciones de la historia son comparables a instrucciones militares, que acuartelan y acorralan la verdadera vida. Por el contrario, la anécdota es un levantamiento callejero. La anécdota nos acerca a las cosas en el espacio, permite que entren en nuestra vida (Benjamin, 2005).
Aquella “historia del presente” –o, como prefiere decir la investigadora que no es historiadora y escribe el último capítulo que compila Suriano, “el pasado próximo”– es algo que pertenece a todos. Le pertenece, sin ir más lejos a la autora recién citada que postula la construcción de un campo nuevo en las ciencias sociales: los derechos humanos y las memorias de la represión y la violencia política. Este nuevo campo está produciendo
un cambio paradigmático a través de la incorporación de nuevos marcos interpretativos, que traspasan tradiciones disciplinarias (el derecho y el psicoanálisis, la sociología y la ciencia política, la antropología y la historia), en un intento de ubicarse frente a una realidad latinoamericana donde convergen cuestiones y procesos múltiples y complejos (Jelin, 2004: 108).
Es interesante la necesidad de encarar este nuevo campo con miradas interdisciplinarias y, a la vez, reconocer los procesos subjetivos que entran en juego y que trascienden a las distintas disciplinas. Estos procesos siempre han estado presentes, pero ocurre que “nos hemos olvidado de ellos –tanto en el marxismo como en el estructuralismo y sin ninguna duda en las corrientes más funcionalistas–”, como afirma Jelin.
Más allá de esta discusión que no la vamos a resolver aquí, hay que decir que para algunos autores, la memoria y la historia se contraponen. Así, la primera estaría (con)formada por una participación emotiva en el pasado; en tanto que la segunda es aquella que toma distancia crítica del pasado. La memoria es vaga, fragmentaria, incompleta y, de alguna manera, tendenciosa (Rossi, 2003: 30); mientras que la historia se preocupa sobremanera por la autenticidad de sus fuentes y toma muchos recaudos metodológicos que funcionan como controles y pruebas de los hechos ocurridos (Jelin, 2002: 64-65). La memoria está del lado de la fragmentación, de la pluralidad de los grupos y los individuos que son sus vectores efímeros; mientras que la historia está del lado de la unicidad, de la afirmación del uno (Halbwachs, 1994). Una es concreta; la otra encuentra su espacio en el campo teórico, es decir: encarna un saber abstracto.
Sin embargo, los libros de Maurice Halbwachs[13], Robert Darnton[14] y Philippe Ariés[15] demuestran que, tanto la una como la otra, pueden convivir dialécticamente. En esos casos
el llamado a la memoria colectiva y a las memorias privadas permite a los historiadores abandonar el terreno de los acontecimientos públicos, de la cronología oficial, para asomarse al mundo de la vida privada, de las “mentalidades”, de las “historias locales” que fueron sumergidas y derrotadas en el momento del triunfo de la “historia” en detrimento de la “memoria” (Rossi, 2003: 30).
Es decir, la memoria (con su carga afectiva y mítica, formada por detalles, recuerdos vagos y, por lo general, entremezclados) puede –y debe– ser analizada por medio de operaciones intelectuales que exigen un análisis crítico, conceptual y laico.

Modelos para narrar

Un problema fundamental de los familiares de detenidos-desaparecidos ha sido cómo narrar el horror que les tocó vivir. Esta dificultad –no está demás decirlo– no ha sido privativa de ellos. Osvaldo Aguirre (2006: 49) sostiene que la interrupción del movimiento poético, en (y por) la dictadura, “se correspondió con la degradación de una lengua donde las palabras también constituyeron el vehículo del terror y el engaño”. Este escritor relaciona a la Argentina dictatorial con la Alemania nazi y cita a Steiner (2003: 119), quien afirma que las palabras “fueron forzadas a que dijeran lo que ninguna boca humana habría debido decir nunca y con las que ningún papel fabricado por el hombre debería haberse manchado jamás”. La conclusión de Aguirre es clara: “Recomponer la tradición implicaba recuperar esa lengua a la que se quiso despojar de historia y de significado”.
Para narrar el horror, los familiares tuvieron que reconstruir los acontecimientos trágicos, rememorar aquellos hechos y ordenarlos de manera de ser comunicables. Tuvieron que recuperar la lengua para poder reconstruirse individualmente y reconocerse de manera grupal. No tenían otra forma para contar lo que vivieron. Esas narraciones les permitieron recuperar sus historias y sus significados.
Una construcción narrativa, lo sabemos, es un discurso donde alguien relata una historia. Ese discurso puede ser escrito, oral –como es el caso de la mayoría de los discursos que rememoran– o también puede ser audiovisual, como es el caso del cine. Los constituyentes básicos de toda narración son: 1) temporalidad (en el caso de la última dictadura, existe una sucesión de acontecimientos entre los años 1976 y 1983, en algunos casos van más allá); 2) unidad temática (dados por las mujeres, en tanto sujetos individuales y colectivos); 3) transformación (los estados cambian, por ejemplo, de alegría a tristeza, de desgracia a felicidad, de plenitud a vacío, de incertidumbre individual a reconocimiento grupal); 4) unidad de acción (de la situación inicial de plenitud familiar se llega a la constitución grupal de familiares que reclaman por memoria, verdad y justicia); y 5) causalidad (la búsqueda del familiar detenido-desaparecido).
A partir de estos constituyentes, se construye al siguiente esquema narrativo canónico (Adam, 1992):
  1. Situación inicial
  2. Complicación
  3. Acción
  4. Resolución
  5. Evaluación
Para Jerome Bruner narrar historias es algo más serio de lo que habitualmente creemos. Esto es así porque:

Mediante la narrativa construimos, reconstruimos, en cierto sentido hasta reinventamos, nuestro ayer y nuestro mañana. La memoria y la imaginación se funden en este proceso. Aun cuando creamos los mundos posibles de la fiction, no abandonamos lo familiar, sino que lo subjetivamos, transformándolo en lo que hubiera podido ser y en lo que podría ser. La mente del hombre, por más ejercitada que esté su memoria o refinados sus sistemas de registro, nunca podrá recuperar por completo y de modo fiel el pasado. Pero tampoco puede escapar de él (Bruner, 2003: 130).
La acción de reinventar nuestro ayer no significa necesariamente una infidelidad a los hechos ocurridos. Significa, simplemente, que el relato y el suceso que cuenta no son idénticos; lo contrario sería creer que el lenguaje es transparente y no una mediación que representa –o busca representar– la realidad[16].
Distintas teorías textuales analizan las formas de narrar. Un trabajo clásico de van Dijk (1980) propone la noción de superestructura para clasificar los distintos textos. El autor afirma que es posible clasificar los textos, de acuerdo a la estructura global que poseen, en argumentativos, narrativos y descriptivos. No significa esto que todo texto deba responder a una superestructura prefigurada, ya que el citado autor “sostiene que el problema teórico de si todos los textos tienen superestructura es, sobre todo, empírico” (citado por Contursi y Ferro, 2000: 29).
La narración produce una ilusión de realidad. Ya vimos que la reconstrucción completa del pasado es una tarea imposible. Entonces, el problema que plantean las narraciones de los hechos de las violaciones a los DDHH es la cuestión de los abismos que abre la lengua en cuanto capacidad de reclamar y exigir justicia. Si no se narra, no hay transmisión; si no hay transmisión, no hay posibilidad de reclamar; si no hay reclamo, no existe pedido de justicia.
En definitiva: no se trata únicamente de conocer qué pasó durante la última dictadura, sino saber qué es lo que cuentan los familiares de los detenidos-desaparecidos y cómo lo narran. El desafío es pasar de un simple recuento de los hechos del pasado a un análisis crítico y reflexivo.
Nada menos.



Referencias bibliográficas
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[1] El destacado es de las autoras.
[2] Entre otros: Miguel Ángel Solá, Cecilia Roth, Antonio Gala, Chico Buarque, Valentina Bassi, Federico Luppi, Harold Pinter, Soledad Bravo, Eusebio Poncela, Virginia Innocenti, Augusto Roa Bastos, Beatriz Valdés, David Byrne, Eduardo Galeano, Manu Chao, León Gieco, Leonor Manso, Héctor Alterio, Hanna Schygulla, Mario Benedetti, Jesús Quintero, Rubén Blades, Milva, Ernesto Cardenal, Hugo Arana, Ariel Dorfman, Sting, Trudie Styler, Caetano Veloso, Laura Novoa, José Saramago, Leonardo Sbaraglia, Bono, Charo López, Tata Cedrón, Vittorio Gassman, Ofelia Medina y Franklin Caicedo.
[3] Sin embargo, Finkelstein (2002) opina que el Holocausto se usa como un arma política para manipular el presente y –siempre según él– como un mecanismo de enriquecimiento. Para más detalles véase el comentario de Kaufman (2002).
[4] Es imposible de eludir para todo escritor riguroso, como por ejemplo Gunther Grass quien citó el dictum al recibir el premio Nobel en 1999. En su novela A paso de cangrejo (2002), el autor narra la suerte de los expulsados alemanes de los territorios orientales y afirma: “La historia, más precisamente la que nosotros revolvemos, es como un inodoro tapado. Tiramos y tiramos de la cadena, pero la mierda sigue subiendo”. Avanzar, por lo tanto, no significa olvidarse del pasado; hay momentos en la historia en los que para progresar es preciso –como en el caso del cangrejo– retroceder.
[5] En el campo literario jujeño, la respuesta más elocuente la brindan los poemas de Alcira Fidalgo (2002), muchos de los cuales fueron escritos en condiciones de extrema precariedad existencial.
[6] En épocas anteriores también hubo desaparecidos por razones políticas, pero no con la sistematización que comenzó el 24 de Marzo de 1976. Por otro lado, la singularidad de la represión, durante la última dictadura, también dejó su marca en el uso de las palabras; el término “desaparecidos” es una palabra que recorrió el mundo como símbolo de la dictadura argentina; más detalles en Ulanovsky (s/f). Por otro lado, el film Missing (1982) de Constantin Costa-Gavras, basado en un hecho real (el secuestro de un joven periodista en el Chile de Augusto Pinochet), contribuyó también para movilizar a la adormecida sociedad occidental de los años ochenta.
[7] La memoria siempre es parcial. Una de las explicaciones sobre este término que aparece en el diccionario de la Real Academia Española expresa: “Relación de algunos acaecimientos particulares, que se escriben para ilustrar la historia” (el destacado es nuestro).
[8] La falta de sepultura de los detenidos-desaparecidos hace comprensible “la fuerte presencia del Holocausto en los debates argentinos”, afirma Huyseen, op. cit., p 24.
[9] Sobre el conflicto entre historia y memoria, volveremos al final de este capítulo.
[10] Stuart Hall nació en Jamaica en 1932. Realizó sus estudios en Inglaterra. En Oxford trabajó con militantes nacionalistas de las naciones colonizadas y con intelectuales de la izquierda marxista. En 1964, junto a Richard Hoggart funda el Centro de Birmingham, cuya dirección asumirá cuatro años más tarde. Para una descripción más detallada de este autor, véase Mattelart y Neveu (2002).
[11] Cuando Hall analiza la comunicación de masas sostiene que la misma se puede pensar en términos de una estructura producida y sostenida a través de momentos relacionados pero distintivos: producción, circulación, distribución y reproducción. Para este autor, la producción constituye el mensaje y, por lo tanto, el discurso tiene que estar estructurado a través de significados e ideas; el discurso –sostiene Hall– debe “ser traducido-transformado” para ser completado en una práctica social. En consecuencia, hasta que no se articula el significado discursivo en la práctica, no existe comunicación efectiva.
[12] Así, los episodios de violencia conocidos como el “Apagón de Ledesma” tienen muchas versiones. Así lo registra da Silva Catela (2003), quien descubre narrativas diversas y, con mucha valentía intelectual, ella cuestiona el relato “oficial” que aparece en el Nunca más.
[13] Este autor designa con el nombre de “memoria histórica” a la acción de unir memoria e historia. Para más detalles, véase Ricoeur (2002: 28).
[14] En uno de sus últimos libros titulado La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, el autor investiga “las sorpresas que se encuentran en un conjunto de textos inverosímiles: una versión antigua de 'Caperucita Roja', un relato de una matanza de gatos, una extraña descripción de una ciudad, el raro archivo llevado por un inspector de policía”. Este último se dedicó a espiar y a seguir con espíritu maniático a los nuevos “intelectuales independientes”.
[15] Junto a Georges Duby coordinó la Historia de la vida privada. Es, además, autor de Ensayos de la memoria.
[16] Esta problemática de la narración también es compartida por la historia. Al respecto, afirma de Certeau (1993: 13): “La historiografía (es decir 'historia' y 'escritura') lleva inscrita en su nombre propio la paradoja –y casi el oxímoron– de la relación de dos términos antinómicos: lo real y el discurso. Su trabajo es unirlos, y en las partes en que esa unión no puede ni pensarse, hacer como si los uniera”.

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