[Nota publicada en La Revista, año 2, nº 18, noviembre de 2005. San Salvador de Jujuy]
El título de esta nota está robado de una magnífica pieza musical de Gustavo “Cuchi” Leguizamón. Aquel músico que solía venir, desde Salta, junto a Manuel J. Castilla para visitar a Néstor Groppa, Andrés Fidalgo y Héctor Tizón, es decir a la plana mayor de la literatura local. Pero no voy a hablar de búsquedas estéticas ni de anécdotas dulces como los vinos de Cafayate que descorchaban. Voy a contar una historia que transcurre entre expedientes de la administración que supimos conseguir.
En una oficina pública de esta ciudad, de cuya repartición no quiero acordarme, hay una señora que debería brindar información de trámites que se gestionan. Pero no. Ahí, no existen carteles que orienten a los ciudadanos que hacen trámites y la persona en cuestión, a menudo, atiende el teléfono con este mensaje de bienvenida: “¿Quién molesta?”; hay, además, un escritorio que más que mueble de oficina parece el parapeto donde se posiciona la gendarme de la administración que juró no dejar pasar a nadie.
Es posible que algunos lectores reconozcan el lugar que describo. Digo esto porque todos los días hay mucha gente que entra a esa oficina con la mejor voluntad de realizar un trámite urgente o, por lo menos, rápido; sin embargo, muchos salen con una mueca en su cara mientras recuerdan, no muy bien que digamos, a la madre de la mujer del parapeto.
Un dato más puede ubicar a aquellos que todavía dudan. En un lugar, por demás visible, de aquella oficina, está la imagen de Santa Rita, patrona de los imposibles.
¿Qué se puede hacer cuando uno llega a esa oficina? Según los entendidos hay varias opciones. La más común es mandarla a pasear mientras nos acordamos de la progenitora que la parió. La de los más pacientes (curioso nombre que indica a aquellos que tienen paciencia, es decir, a los que aguantan sin chistar) es esperar en vano una resolución a su trámite. Otra opción es “la de los bomberos extremistas”, es decir, combatir al fuego con fuego; así, si aquella máquina de detener nos interroga: “¿De nuevo usted por aquí?”, hay que replicarle: “Sí, de nuevo. Y voy a venir todas las veces que sea necesario hasta que usted destrabe al expediente”. Hay otras soluciones que se fundamentan en un trueque de favores, llevarle, por ejemplo, bombones o empanadas; pero esta opción va depender del humor gástrico de la empleada.
Nadie sabe cuál es la mejor solución. A veces una buena puteada funciona y tanto el puteador como el puteado empiezan a llevarse bien; muchas amistades nacieron -aunque usted no lo crea- del calor de estos intercambios verbales. Otras veces, cuando el fuego se combate con el ídem, la repartición se convierte en Troya, y no hablo de la película precisamente. La solución gastronómica casi siempre funciona pero deja el sabor amargo de la coima. La paciencia es la única que no logra nada; aquel viejo chiste del elefante y la hormiga no es más que una humorada que nos deja con las ganas de que pase algo pero nunca pasa nada.
Esta mala atención no es sólo responsabilidad de la persona que (no) atiende al público. También son responsables sus jefes, el director de la repartición y el ministro. Y, aunque parezca una broma del destino, también somos responsables los que la sufrimos y no hacemos nada. Por eso escribo esta nota: esa mujer encarna a la administración que supimos conseguir. Ya sé, no me digan nada, este texto no tiene el estilo que debería tener para ser efectivo. Pero, amigos lectores, créanme: antes que esperar a un imposible milagro, es preferible escribir.
Saludo a ustedes, atentamente.
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