jueves, 14 de junio de 2007

Olvidáte de olvidar

Texto que será leído mañana en el Congreso de Escritores del NOA que se realiza en Salta.






Ludmila Catela da Silva, Elizabeth Jelin y el autor de este texto en radio Nacional, San Salvador de Jujuy, 2006.




Este encuentro tiene objetivos ambiciosos. Sus organizadores pretenden que los invitados reflexionemos sobre lo regional y lo global; que analicemos las tensiones entre la literatura, la sociedad y la educación; que establezcamos relaciones entre la oralidad y la escritura, entre otras cosas.

Desde ya les digo que no esperen gran cosa de mí. Tampoco crean que vine para escaparme de la rutina laboral y llegué hasta aquí para saludar a amigos queridos y reclamarle algún libro que dejé en consignación al librero de Rayuela. He trabajado para preparar esto que digo. Aún así, insisto en que los objetivos son enormes y mis resultados son deformes.

Para empezar, voy a cambiar el lugar del acento del título de este trabajo. En el programa que ustedes tienen, donde dice: “Olvídate”, tan gramaticalmente correcto, debe decir: “Olvidáte”. Nosotros, en el norte –o, para no ser tan pretencioso, en Jujuy– no hablamos con un español correcto. No decimos: “Mozuelo, anda al almacén”; nuestra oralidad se expresa de la siguiente manera: “Chango, andá al almacén”. ¿Entienden las profesoras de lengua por qué solicito una licencia para cambiar el lugar del acento? Espero que sí, y si no la seguimos al final, en el momento reservado para las preguntas y la discusión.

Pasemos ahora al trabajo propiamente dicho. No creo que exista ningún ser humano sensible que pueda ignorar el sufrimiento de una madre. Si el testimonio de la madre es desgarrador por vivir una situación límite, es casi imposible que lo podamos ignorar. Algo de estos nos pasó seguramente a todos; algo de esto me pasó a mí.

Después de escuchar el relato de una madre sobre su hijo o hija que fue víctima de la dictadura, es muy difícil permanecer como si nada; en mi caso sentí que algo debía hacer. Además, me considero un buen lector de poesía –género subversivo por excelencia– en el que las palabras muchas veces hacen estallar un polvorín en el interior del que las lee; arsenal que hasta entonces era ignorado por el propio lector. Con esto quiero decir que, por mi formación lectora, no puedo ignorar esas palabras que me contaron las mujeres de Jujuy y explotaron en mi interior: dictadura, desaparecidos, madres, vida, verdad, justicia.

Memorias de una decisión

En 1980, un entonces desconocido arquitecto ganó el Premio Nobel de la Paz y a mí, como a gran parte de los argentinos, ese acontecimiento me descolocó. Tres años después, a mediados de abril, Adolfo Pérez Esquivel llegó a Jujuy para dar una serie de conferencias. Asistí a una de ellas y, cuando él afirmó que en Jujuy existieron lugares donde se torturaba, yo miré a quien estaba a mi lado y los dos pusimos caras de asombro. En rigor, casi todos los asistentes nos sorprendimos.

Enseguida, una mujer ya grande y morocha se puso de pie, era Eublogia Cordero de Garnica, madre de dos jóvenes detenidos-desaparecidos y sobreviviente del Centro Clandestino de Detención (CCD) de Guerrero. Ella se levantó la pollera, nos miró con la tranquilidad de no ser mal interpretada y expresó: “Yo fui torturada. Éstas son las marcas de la picana”. Yo ya había leído una entrevista[1] de Mona Moncalvillo a varias integrantes de Madres de Plaza de Mayo, pero sentía que la represión ocurría allá lejos. El testimonio de Eublogia me hizo ver lo cerca que estaba todo.

Después, me enteré que dos escritores jujeños habían estado en el exilio. Uno de ellos se llama Andrés Fidalgo; el otro, Héctor Tizón, el reconocido narrador. Ellos volvieron en 1982. Entre 1984 y 1986, formaron parte de la Comisión Extraordinaria de la Legislatura de Jujuy que se encargó de registrar las denuncias de las personas que fueron mal tratadas por la dictadura. Después de las leyes de “punto final” y “obediencia debida”, la Comisión se disolvió y Tizón se dedicó a consolidar su obra, ya reconocida por la crítica[2] y el gran público. Por su parte, Fidalgo retomó sus anotaciones, profundizó sus investigaciones y, varios años más tarde, publicó su libro Jujuy / 1966-1983.

Bueno, antes de seguir, tengo que hacerle una confesión pública a mi amigo Ernesto Aguirre que debería estar aquí presente. Hace veinte años, tuvimos una conversación de varias horas que yo después desgrabé y edité. En un momento del diálogo, el poeta expuso una idea que durante mucho tiempo me acompañó y –a la vez– me incomodó:

Yo creo que no puede haber nadie que afirme que no ha sido contaminado por los ocho años de dictadura militar, por ejemplo. Es imposible. A pesar de que en la poesía no exista la denuncia de la tortura, de la desaparición, no importa; pero que somos afectados por la circunstancia que vivimos, eso creo que está fuera de toda discusión.

Esta idea quedó en algún subsuelo de mi mente. Tuvieron que pasar muchos años para que yo empezara a reflexionar sobre la cuestión de la dictadura, nuestros desaparecidos y la construcción de las identidades narrativas. Recién el año pasado, cuando presenté los resultados de una encuesta a escritores de Jujuy, tomé conciencia que existía una promoción de jóvenes autores que nacieron alrededor de 1976. [3]

Los primeros años de la democracia marcan el tiempo en que Olga Márquez de Aredez no marchaba sola (después una imagen de un film documental la dejaría congelada en soledad); Andrés Fidalgo preparaba las primeras nóminas de detenidos y desaparecidos, y también preparaba la primera lista de represores y personas vinculadas con actos de represión que alguna vez la justicia deberá investigar. Era el tiempo en que casi todos nos indignábamos con las atrocidades cometidas durante la dictadura. Pero llegaron la obediencia debida y punto final o, para decirlo sin eufemismos, las leyes de protección al torturador. Leyes que aprobaron los legisladores que supimos votar, como por ejemplo los tres jujeños que a fines de 1986 aprobaron la ley que puso un límite de ¡dos meses! a las citaciones judiciales y posibilitaron que los torturadores sigan en libertad. Y, en ese momento, casi se enfría todo.

Los familiares siguieron con su discurso inclaudicable que resumieron en tres palabras clave: memoria, verdad y justicia. No olvidar para no repetir, dice el primer mandato; conocer qué paso, por qué sucedió y quiénes estuvieron involucrados en esos sucesos trágicos; y, finalmente, buscar la justicia, sentar en el banco de los acusados a los responsables de los crímenes de lesa humanidad y –aunque pocos los dicen– a los ideólogos, los empresarios que los solventaban y a los funcionarios religiosos que perdonaron lo que no había que perdonar y que no denunciaron lo que había que denunciar.

El clima intelectual de fines de los ochenta se mostró oscuro para el movimiento de Derechos Humanos. En esa oscuridad, Carlos Menem, el 6 de octubre de 1989, firmó los decretos de indulto que beneficiaron a 216 militantes y 64 civiles. En Jujuy, una funcionaria del gobierno provincial (y con un pasado de agitación cultural que todavía es posible reivindicar) expresó a la televisión local que ella estaba de acuerdo con la medida presidencial; a pesar de la firmeza de su enunciado, ella sabía que su decisión sería repudiada por el ambiente cultural que frecuentaba.

Con mucho tacto, los familiares de los desaparecidos buscaban posibles firmantes al petitorio que, en vano, enviarían al Presidente. Es necesario aclarar que la diplomacia empleada por aquellos se debía a que muchos jujeños se negaban a firmar el pedido de nulidad del indulto. Las tres palabras seguían inclaudicables; pero muchos hacían como que no las oían.

En 1999, Andrés Fidalgo, uno de los faros de la intelectualidad jujeña, me convocó para colaborar con él (mi tarea fue muy secundaria, por cierto) en su libro sobre los años de plomo en Jujuy. Trabajar con él es un honor y le debo gran parte de lo que sé sobre la dictadura a él. Vaya desde acá, un agradecimiento al maestro.

El 2001 marcó un punto de inflexión en las luchas por los Derechos Humanos. El juez Gabriel Cavallo declara la “inconstitucionalidad y la nulidad insanables” de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. En nuestra provincia, los familiares de los detenidos-desaparecidos solicitaron la apertura del Juicio por la Verdad (un puente para superar el vacío de justicia que habían creado las leyes del perdón y los indultos), pero las audiencias recién comenzarían dos años después. En la conmemoración de los 25 años del Golpe, –además de las organizaciones de DDHH– participaron activamente: ex presos políticos, periodistas, poetas, músicos. La convocatoria a los actos fue una de las más numerosas y también ese año se presentó la primera investigación sobre la dictadura en Jujuy: el libro Jujuy, 1966-1983 de Andrés Fidalgo. A partir de esta obra se elaboraron otros libros, revistas y documentales. La máquina de rememorar se activó y muchos destaparon sus orejas.

Dos años después asumió Néstor Kirchner. Una de sus primeras medidas fue ordenar el retiro a las cúpulas militares. Ese año se anularon las leyes de la impunidad. En Jujuy, muchos políticos (que todavía no sabían cómo pronunciar el apellido presidencial) cambiaron su discurso. Seguramente los buenos lectores recordarán aquello que Paul Valery opinaba sobre la corrección literaria: se trata, en rigor, de la reforma espiritual de uno mismo. Nuestros hombres públicos ignoraron al poeta francés y, con mucho empeño, buscaron las palabras y los gestos más suntuosos para quedar bien con su nuevo líder. Es decir, se volvieron políticos ornamentales.

El 24 de Marzo de 2004, la ESMA fue transformada en Museo de la Memoria y fueron retirados, de las paredes del Colegio Militar, los retratos de Jorge Rafael Videla y Reynaldo Benito Bignone, ex directores y también dictadores. Un día antes, en el salón Auditórium que está al comienzo de la calle Independencia, habíamos presentado nuestro libro de memorias Con vida los llevaron. Unos meses después apareció el primer número de la revista Nadie olvida nada; al año siguiente, un video documental que tiene el mismo nombre y, al poco tiempo, otro titulado Retazos de la memoria.

El 2005 el movimiento de Derechos Humanos sufrió un golpe duro: Nélida Pizarro, la compañera de Andrés Fidalgo murió a fines de ese año. En marzo del año siguiente aparecería el último número de la revista que ella había empujado.[4]

En marzo del año pasado, el principal vocero del Partido Justicialista de Jujuy afirmó que “si es necesario, haremos una autocrítica”. Muchos creen –erróneamente, por supuesto– que todas las atrocidades ocurrieron en cualquier lugar menos aquí; que el horror estuvo concentrado en la ESMA o en otro lugar, pero nunca en Jujuy. Por eso no se animan a afirmar que es necesario hacer una autocrítica. Mirar el pasado con coraje implica reconocer que José López Rega, alias “El Brujo”, fue un militante peronista; que la banda parapolicial denominada Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) operaba antes del golpe del 24 de Marzo; y que Avelino Bazán, dos años antes de aquel infausto día ya estaba cuestionado y por esa razón tuvo que renunciar a su cargo en la Dirección Provincial del Trabajo. ¿Acaso es un detalle menor pensar que los integrantes de la Triple A se sumaron a los Grupos de Tareas que detenían, torturaban y arrojaban a los militantes al mar? ¿Acaso es un detalle ínfimo decir que Bazán fue tildado de subversivo y que un compañero senador por Jujuy –que sabía perfectamente lo estaba sucediendo– no hizo nada por defenderlo? No, nada de esto es menor como tampoco lo es que Avelino Bazán, el dirigente obrero más respetado de Jujuy, figure en las listas de desaparecidos.

El deber de todo aquel que trabaje con ideas es pensar en todo aquello que escapa a la lógica del mercado, la prudencia de las instituciones o el razonamiento fugaz de los medios masivos. Un trabajo intelectual digno consiste en ir en contra de lo políticamente correcto, oponerse a aquello que se cree seguro y examinar las certezas propias con el mismo rigor con el que examinan las ajenas. Pero expresarlo es más fácil que instrumentarlo.

No es una tarea simple reconocer que uno tuvo que esperar muchos años para investigar un tema que nos concierne a todos; que uno pensó a la tortura desde una lógica binaria: el detenido es un mártir que aguanta todo –incluso la muerte– o es un delator que entrega sus compañeros y su dignidad. La militancia de los setenta, ahora lo sé, no se reduce a un padrón de héroes y entregadores.

En un momento, mientras investigaba algunos datos de unas detenidas-desaparecidas, tuve indicios –nada más que eso– de que una mujer había delatado a varias de sus compañeras. Revisé las circunstancias, me concentré durante varias semanas para encontrar pruebas o testimonios definitorios, pero no encontré nada que confirmara aquella suposición. Sí comprendí que, frente a la tortura sin límites, uno no tiene ninguna autoridad para condenar la decisión que tomó la persona torturada. A partir de ahí, sentí que aquella lógica binaria dejaba de tener existencia.

Ahora, está instalada la idea de que el actual presidente promueve una política de DDHH que produce una ruptura con las ideas instaladas en la sociedad. Eso, con perdón de la investidura presidencial, es una tontería. Lo que el gobierno nacional hace es insistir en una búsqueda que hace rato fue enunciada: memoria, verdad y justicia. Algunas medidas, en especial las realizadas en Buenos Aires, tienen un carácter notable por cierto; pero la política de DDHH que prevalece, desde el 2003, es la de una acentuación contundente de una línea prefigurada, pero no es una política de ruptura. Por otro lado, ¿alguien (re)conoce una medida concreta del gobierno nacional que se aplique en las provincias? Yo, que soy parte interesada, conozco sólo una: el preseminario regional de NOA “A treinta años del golpe” que se desarrolló durante dos días de julio de 2006. Y nada más.

En estos tiempos, la construcción de ideas es un derecho de todos. Esa tarea, para no pocos de nosotros, es también una obligación. Sospecho que, con distintas variantes, los familiares de los detenidos-desaparecidos, ex presos políticos, periodistas y poetas de Jujuy, hemos empezado a pagar esa deuda que no deja de crecer.

Narrativas del horror: ¿un realismo trágico?

La construcción de las narrativas acerca de las violaciones a los DDHH es un trabajo que llevó –y que lleva aún porque es un proceso nunca terminado, siempre en constante construcción– años. Ya hemos visto que tuvieron que pasar varios lustros para que el tiempo de la rememoración y la reflexión se haga presente.

Existen distintas disciplinas del conocimiento que permiten acercarse a esas narrativas. Tanto la sociología, la historia, la antropología, la teoría política, la crítica cultural[5], la psicología, el psicoanálisis, el periodismo de investigación, la economía y otras, permiten enfocar esta problemática desde sus especificidades (demás está decir que sería saludable que lo realicen). No obstante esta riqueza metodológica y, por razones de formación, he trabajado con la metodología que brinda el análisis del discurso.

No se trata de un análisis descriptivo y analítico, es también un análisis social y político. Esto significa que como investigadores tenemos una tarea importante con la sociedad: dilucidar, comprender sus problemas, y el Análisis Crítico del Discurso se ocupa más de problemas que de teorías particulares.[6]

El problema de estos familiares ha sido cómo narrar el horror que les tocó vivir. Para eso tuvieron que reconstruir los acontecimientos trágicos, rememorar aquellos hechos y ordenarlos de manera de ser comunicables. Todos los testimonios tratan de seguir un desarrollo temporal de manera lineal. Para esto, se apoyan en estructuras narrativas conocidas que van desde una leyenda regional[7] a películas de vasto alcance.

Cada vez que un relato llegaba al nudo o complicación, parecía como si tiempo se “engrosara”. Es decir, narraban sobre un pasado expandido que se diferenciaba notablemente de los otros momentos. Era, en esos momentos, cuando las mujeres presentes en la reunión asentían, agregaban y complementan los dichos de la que relataba. Se trataba de una complicación por la que todas tuvieron que pasar. Las huellas de esos hechos están en las mentes de estas mujeres y, posiblemente, sean esos momentos los que más celosamente cuidan y tratan de repetir casi de la misma manera para no deformarlos.

Ahora bien, ¿cómo se deben narrar estos hechos que son traumáticos? ¿Pueden los familiares ser objetivos cuando recuerdan el horror? ¿Es posible ser objetivos de lo que se descubre al escuchar y sobre las consecuencias de escuchar ese sufrimiento?

Para responder estas cuestiones partamos de una situación difícil de negar: las aberraciones de la última dictadura –hechos que están probados no sólo en el Juicio a las Juntas– existieron. Por lo tanto, contar lo que sucedió es inevitable; eso hicieron los testigos que dieron su testimonio, eso hicieron los entrevistados que aparecen en libros recientes y eso hacen estas mujeres de Jujuy. Digamos más: los propios familiares quieren que estos hechos se sepan. Para que se afirme: “Así ocurrió”.

Ahora bien: no todos los relatos tienen una estructura argumentativa completa y además tienen algún vacío temático ya que es imposible la reconstrucción total. Por lo tanto, los testimonios grabados –por más que traducidos al papel insuman un millar de páginas o las que sean– no pueden formar una memoria grupal ni mucho menos se les debe exigir que comprendan la situación contextual del momento. Pero no por estas deficiencias son innecesarios; por el contrario, constituyen narraciones claves para entender “lo que no debió ocurrir”.

Ya mencionamos que existen distintas disciplinas científicas que pueden aportar para el análisis de los aquellos trágicos años. En consecuencia, mucha sería la exigencia que estaríamos colocando sobre los hombres de estas mujeres si, aparte de pedirles que rememoren lo ocurrido, les exijamos que sus relatos se articulen de manera objetiva, articulada y completa[8].

La narración, por otra parte, es una actividad propia de los narradores; es decir, de los escritores. A ellos deberíamos remitirnos para exigirles una completa estructura que cuente sobre lo ocurrido. (Escribí “estructura” y no contenidos porque ya sabemos que la reconstrucción total es una ilusión inútil.)

De la misma manera que, en la década del sesenta, se hablaba del “Realismo mágico”[9] que daba a conocer a un numeroso grupo de escritores que renovaron el campo literario; la literatura posterior a la dictadura recién empieza a tener una presencia sólida a fines de la década del ochenta. Entre ambos momentos hay diferencias notables ya que,

si el espléndido y múltiple movimiento de los sesenta venía generado por una gran confianza en el sentido de la Historia y en las posibilidades de la cultura de contribuir a un cambio social ─la Revolución Cubana, el boom de la literatura latinoamericana, el peso que en América y en el mundo tenían los debates entre intelectuales, eran algunos de los factores que actuaron como estímulo─, si esa narrativa, en suma, fue compelida por la esperanza, la narrativa actual, si viene de algo, viene del desencanto y de la muerte.[10]

Sin embargo, una de las claves de esta narrativa es que no contiene escenas de tortura explícita, no se trata ahora ─para hacer un parangón con la década del sesenta─ de un “Realismo trágico”. Sucede, eso sí, que las tragedias realizadas por la dictadura están en el imaginario de muchos creadores y “emerge solapadamente, como a contrapelo del relato”, como afirma Heker.

Tanto en las narraciones de los autores que fines de los ochenta como las de estas mujeres de Jujuy, se pueden encontrar no sólo reconstrucciones de escenas duras sino que existe, además, una deliberada intención de reflexionar sobre lo ocurrido (“contar para que no vuelva a ocurrir). Ellas, con sus relatos, van más allá de decir: “Así pasaron las cosas”. Con los años han tratado de entender porqué se dieron muchas de las acciones que tuvieron que vivir. De esa manera, construyen una explicación a lo vivido, que es como decir: “Esto no debió pasar”

Entender el sufrimiento por el que tuvieron que pasar (y cuyas consecuencias recién empezamos a percibir) es el primer paso que enfrentamos los que las escuchamos. Por eso son necesarias investigaciones que expliquen lo sucedido. No solamente para que no vuelva a suceder, sino, fundamentalmente, para que la pesada carga histórica no sea soportada sólo por ellas.

Por medio de diversos soportes (placas, videos, boletines, libros, murales, etc.) ellas tratan de mantener vigente la problemática de los desaparecidos de Jujuy. Para eso re-viven lo sucedido. Para que ese trabajo no sea en vano y se convierta en un re-morir es necesario que las escuchemos.

Una literatura de la oralidad

Realicé entrevistas a familiares de desaparecidos durante dos años seguidos. Fueron entrevistas de todo tipo. En algunas, en especial las que correspondían a las madres de mayor edad, todo ─hasta lo más trágico─ estaba envuelto con un sentimiento de ternura e incluso con una vuelta de humor. Al comienzo, yo no podía creer que me estaban relatando algo tan doloroso y, en medio del relato, contaban un chiste como si nada.

Otras entrevistas fueron muy densas y estaban cargadas con silencios muy significativos. Costaba mucho llegar a las situaciones del secuestro o de violencia sobre los cuerpos. Con Nélida, la mujer de Andrés Fidalgo, unas horas después que ocurrieron algunas de estas entrevistas teníamos la necesidad de hablarnos por teléfono para compartir algunas impresiones y descargar un poco la tensión acumulada. Hubo momentos en que todos necesitábamos un psicólogo y, de alguna manera, esas entrevistas funcionaron también como terapia grupal; claro que estuvieron coordinadas muy defectuosamente por mí.

Cuando las entrevistas se editaron y adquirieron la forma de páginas encuadernadas, las personas que me habían dado su testimonio pudieron verse a sí mismas en un ordenamiento cronológico que hasta entonces no lograban vislumbrar en su totalidad. Recién entonces la oralidad de aquellos testimonios se materializó en un libro.

Al momento de privilegiar qué partes incluir, preferí incorporar las historias de la vida privada de los desaparecidos y de sus madres. No me propuse investigar sobre memorias “encuadradas”, es decir discursos que ya están institucionalizados y que gozan de buena presencia en la opinión pública, aunque no así con las memorias particulares. En muchos casos, los rituales de conmemoración actúan por repetición y no dejan espacio para construir las memorias locales que, en general, entran en conflicto con las memorias oficiales (tal es el caso de las disputas que existen entre las distintas versiones que buscan explicar los actos de violencias que ocurrieron a fines de julio de 1976 y se conocen como el “Apagón de Ledesma”).

Por otro lado, como expresa Walter Benjamín, las construcciones de que hacen la mayoría de los historiados son comparables a instrucciones militares que acuartelan y acorazan la verdadera vida. Mientras que la anécdota funciona como un levantamiento callejero. La anécdota nos acerca a lo que se narra, permite que las historias entren en nuestras vidas.

Final abierto

Los años que nos separan de la última dictadura son los que nos permiten recomponer la fractura que la Junta Militar impuso a sangre y fuego. La sutura narrativa de las consecuencias del autoritarismo proporciona una lectura reflexiva que no escapa a los debates políticos, ni a las tensiones que produce en el campo académico e intelectual. No hay solución redentora al problema de los desaparecidos; esto es así porque nunca los problemas complicados se resuelven con soluciones fáciles y rápidas.

Por eso, he vuelto sobre un tema que es imposible negarlo, por más dolor que produzca. No creo haber encontrado alivio a la molesta ─pero no por ello menos cierta─ opinión de Aguirre.

Por último, quisiera decir que investigar esta cuestión me ha cambiado a mí. No he podido cerrarla y todavía sigo juntando testimonios y relatos. La máquina de narrar no sólo se activó en los lectores. Ya dije que desde que escuché el primer relato de un familiar supe que esta historia me llamaba, ahora siento que me sigue llamando y con más fuerza aún.


[1] Revista Humor, Nº 92, octubre de 1982. Buenos Aires: Ediciones de la Urraca.

[2] Uno de los aspectos por lo que se destaca la obra de Tizón es el tratamiento que el narrador otorga al paisaje y la memoria popular. Para profundizar el pensamiento de este autor sobre la condición del exilio, véase la entrevista que le realizó Boccanera (1999).

[3] Así, resulta emblemática la fecha de nacimiento de Fernanda Escudero, poeta salteña que vive en Jujuy, ella nació el 24 de marzo de 1976. Tanto esta poeta como muchos de sus compañeros de generación han sido niños bajo la dictadura y han crecido corporalmente de manera distinta de los niños que crecen bajo una democracia. Esto está demostrado por biólogos y discursivamente nosotros hacemos referencia a esta circunstancia cuando expresamos “lo tiene incorporado”.

[4] En el editorial de aquel último número escribimos: “Hay golpes en la vida que son muy fuertes. Esto lo sabemos muy bien los lectores de esta revista y quienes la hacemos. Cada detención es un golpe, cada desaparición es un golpe, cada militante que nos falta es un golpe. El peor golpe -también lo sabemos- comenzó en aquel 24 de marzo de 1976. Nélida Pizarro de Fidalgo, el motor principal de esta revista, murió el 6 de diciembre pasado. Cuando José Luis Mangieri propuso que hagamos un boletín para informar las actividades de madres y familiares de detenidos-desaparecidos de Jujuy, ella se encendió y no paró de activarnos. Todavía hoy sus palabras siguen sonando sobre los que tenemos deudas con ella. No sabemos cómo seguirá esta revista. Nos sobran los motivos para dudar acerca de su continuidad. Lo dijimos: hay golpes en la vida que son muy fuertes”.

[5] Además de las disciplinas que se detallan se podría analizar el aporte que realizan las obras de carácter estético que se introducen en la problemática en cuestión. Como veremos más adelante, la literatura puede ─y, de hecho, lo hace (aunque de manera incipiente)─ contribuir a crear marcos de representación de la masacre.

[6] Teun van Dijk (2000), El discurso como estructura y como proceso. Barcelona: Gedisa.

[7] En su ensayo sobre el “Apagón de Ledesma”, Ludmila da Silva Catela resalta que la figura de “los ladridos de los perros” es una constante que se repite en los relatos de sus entrevistados. Posiblemente esa repetición se deba a que la leyenda del Familiar, muy presente en la zona, contiene una escena similar. El ensayo (“Apagón en el ingenio, escrache en el Museo”) forma parte del libro de Ponciano del Pino y Elizabeth Jelin (comps.) (2003), Luchas locales, comunidades e identidades. Madrid: Siglo XXI.

[8] “Quizás estemos asignando demasiado valor a la memoria y demasiado poco valor al pensamiento” afirma Susan Sontang (2003) en Ante el dolor de los demás. Madrid: Alfaguara.

[9] Héctor Tizón, con un tono no carente de ironía, manifestó al respecto que el “Realismo mágico” es un invento para europeos entusiastas: “Yo simplemente recordé que mi abuela cuando se acercaba la noche, tocaba las manos y les decía a los peones: ‘Saquen las víboras de los cuartos que se van a acostar los niños’. Eso en Holanda es realismo mágico; en mi tierra es realismo pedestre”. Más detalles en Speranza (1995).

[10] Heker, Liliana (comp.) (1996), Después: Narrativa argentina posterior a la dictadura. Buenos Aires: Ediciones Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos.


1 comentario:

Anónimo dijo...

¿por qué insistís tanto con el tema?

FeedBurner FeedCount