lunes, 22 de marzo de 2010

Identidades, discursos y memorias

[Este texto es fragmento de un libro que próximamente editará EdiUnju]

Las mujeres familiares de los detenidos-desaparecidos, desde un silencio inicial (“no contábamos nada”) y una postura de inferioridad (recordemos algunas de las cualidades con que se definían a sí mismas: “calladitas”, “solitas”), empezaron a reconocer que todas buscaban “algo”. Todavía, en esa primera etapa, el objetivo común no estaba claro y faltaba una definición grupal.

Después, empezaron a mirarse, a reconocerse de manera intuitiva y a hablarse en voz baja. Dejaron de ser “unas” y “otras” para pasar a convertirse en “compañeras de infortunio” (una denominación incluyente). Tenían un recorrido común dentro de la provincia: comisarías, el RIM 20, la cárcel de Villa Gorriti. Otras andaban por Buenos Aires: en la sede del ministerio del Interior y también en los atrios de las iglesias. Todas aprendieron a reconocerse en otro rostro cargado de dolor y angustia.

La llegada de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a Tucumán, en 1979, fue clave para agruparse y hacerse fuerte. Soportaron los festejos de los goles de Maradona mientras hacían las denuncias. Entonces ya habían dejado de sentirse disminuidas y si una mujer tenía “cara de madre de desaparecido” y estaba “sola” (y ya no “solita”), rápidamente, se unía a las otras. Y todas aprendieron a protegerse las espaldas.

Algunas, las más grande y con experiencia de luchas anteriores por los presos políticos, tomaron iniciativas para acercarse a las más jóvenes y preguntarles a quiénes buscaban, quién era el desaparecido de cada una. Las más jóvenes, en un primer momento, tuvieron que hacerse fuertes en el aislamiento y recién pasado un tiempo se sumaron. Para entonces ya tenían un objetivo compartido: averiguar qué había pasado con los desaparecidos, pedir que los restituyeran con vida.

Fueron la única oposición sostenida frente a la dictadura más sangrienta de nuestro país. Los dictadores las veían como unas “viejas locas”; pero ellas no se resignaron a su desgracia: empezaron a organizarse y se llamaron madres y familiares de detenidos-desaparecidos. Cuando aún no sabían la cantidad de víctimas que había en Jujuy, ya tenían conciencia de que las mujeres estaban menos expuestas y por eso fueron las que más militaron. Por su condición de mujeres, lo hicieron con toda la fuerza que una madre siente por su hijo; es verdad, por otro lado, de que disponían de más tiempo que sus compañeros y que para algunos –sólo para algunos– eran “intocables”.

Las más grandes, con el tiempo, aprendieron a usar el humor como protesta y como signo vital para no adquirir el rictus de una máscara del dolor. Entre todas se consolidaron como la única oposición a la dictadura en Jujuy.

Crecieron como grupo. Aprendieron a precisar con nombre y apellido a los desaparecidos y presos políticos de la provincia (“cada presa/o pasó a ser preso de cada uno” dijo una madre), en un nosotros exclusivo que fue ampliándose para que otros actores sociales promovieran documentales, video-clips, revistas y libros. De manera incipiente, contaron historias disímiles, en algunos puntos, con la memoria oficial del Nunca Más. Algunas se atrevieron a decir que sus desaparecidos habían militado en una organización armada, que habían sido “subversivos” con todo lo que esta palabra significaba antes del golpe y, en esa enunciación, complejizaron la ilusoria división entre buenos y malos.

En ese atrevimiento está la reconstrucción de las identidades militantes que fueron extraviadas por las decisiones de las vanguardias armadas. Las de mayor edad reconstruyeron casi de manera más completa la trayectoria de sus hijos y crearon la ilusión de una vida unificada. Las más jóvenes intentaron narrar la vida peligrosa de la militancia. Esas historias están materializadas en publicaciones que aparecieron en los recientes años. Para los familiares esas páginas son espacios de memorias en los que sus detenidos-desaparecidos recobran la palabra; para nosotros, de alguna manera, son tumbas narrativas que permiten que cada desparecido pueda, por fin, descansar.

Después ellas, marcaron diferencias con otro grupo que también trabaja en la provincia. Aprendieron que las luchas por las memorias también tienen sus conflictos internos. Y también se dieron cuenta del error vanguardista –un modelo del nosotros exclusivo por excelencia– y trataron de ampliar su grupo con la participación de otros actores que no tienen familiares desaparecidos.

En la recuperación democrática, un miedo las unió: la posibilidad de que se perdieran de la agenda pública, los motivos que hicieron posible la instauración del Estado criminal. Pero no es sólo esa preocupación lo que las liga. También narran sobre las acciones militares que protagonizan algunos de sus desaparecidos. Saben muy bien que es imposible negar esa responsabilidad (que es inconmensurablemente diferente a la barbarie militar) si se quiere luchar contra el olvido.

Comprenden que el pasado dejará de estar presente (o lo estará en menor medida) cuando las causas de la tragedia ocurrida hayan sido eliminadas. Cuando los testigos no desaparezcan en plena democracia porque eso –y esto lo sabemos todos, aún los que en su momento no supimos decir no– implica que también existen desaparecedores.

Por eso, quieren dejar un legado a las nuevas generaciones. No dejan de documentar y transmitir sus experiencias de resistencias y de cuidadoras de las memorias. Es, en la transmisión de esas experiencias, que ellas construyen una identidad grupal.

No son un grupo unificado en el tiempo. Hemos visto los distintos orígenes y las distintas posiciones que ocuparon. Pero sus narrativas tienen un hilo conductor que va desde la enunciación de las cosas que ocurrieron, pasa por cómo ocurrieron y desemboca en un final que reclama justicia y que intenta lograr que nunca más vuelvan a ocurrir las violaciones a los DDHH.

Imagen: Fotografía de Belén Revollo.

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