miércoles, 12 de mayo de 2010

Cómo engañar a un escritor

Un escritor es alguien que escribe libros y otro –un editor, en el mejor de los casos– lo publica. Al escritor le corresponde un diez por ciento del precio que se vende en las librerías. Los libreros, por lo general, se quedan con un treinta por ciento o más, los distribuidores con un porcentaje mayor; el resto va para la imprenta, los diseñadores gráficos, correctores, el depósito para obtener el ISBN y otro montón de gente que hacen creer a todo escritor que si recibe alguna moneda tiene que darse por bien pagado. Porque hay que decirlo: son pocos los editores serios que pagan a sus escritores.

Un escritor con espíritu crítico, por otro lado, es alguien que se opone al mercado y se resiste a considerar su obra como un producto comercial. El amor al arte, por lo general, se realiza gracias a otro trabajo que es redituable.

Como se puede ver, un escritor es alguien temerario que ejerce su oficio a riesgo de perder siempre, salvo que se dedique a escribir libros de autoayuda que, como bien dice Leo Maslíah, son libros para ayudar al que los escribió.

Soy consciente de que casi todo el mundo conoce estas características. Soy escritor y estoy acostumbrado a que los libreros prometan pagarme más adelante. Conozco a editores que me publican algún texto y después pretenden que les pague por un ejemplar de la publicación porque lo que ellos hacen es un trabajo cultural. Lo mío, claro está, no es cultura.

Creía estar al tanto de todos los engaños que existen, pero una carta que recibí hace algunos años, me hizo ver lo equivocado que estaba. La carta de Pedro Mendoza y Rufina Valdiviezo decía que me invitaban a un “Encuentro de poesía y canto infantil”. Cuestión que significaba que los firmantes no sabían que mis textos no están dirigidos a un público infantil. La invitación decía que yo había sido designado padrino honorario y que iban a designar con mi nombre a una sala de lectura. Aquellas personas sabían que los escritores desayunamos con egos revueltos. Pero algo me hizo dudar: al encuentro asistirían cincuenta niños y los organizadores me consideraban un “verdadero ejemplo de vida digno de imitar”. Nadie nunca me dijo nada parecido y si otra vez vuelvo a sentir esa expresión, juro que voy a maldecir a la persona que haga esa enunciación y a toda su descendencia.

El penúltimo párrafo de aquella carta me sirvió para confirmar mi sospecha de que estaba a punto de caer en un engaño original. Lo transcribo: “Por último con mucho respeto le solicitamos un préstamo de $ 150 (ciento cincuenta pesos) para la compra de algunos accesorios para la sala y para el pasaje del señor Lázaro Pedro Mendez quien viaja para entrevistarse con usted”.

Aquella carta fue realizada por un embaucador que bien podría dedicarse a escribir historias porque es más original que los malos editores, que los libreros duros de pagar y que muchos escritores malos que no tienen nada para contar. Como yo que, como un acto de venganza, utilizo aquella carta para compensar mi falta de originalidad.

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