domingo, 24 de julio de 2011

Estela Mamaní o la centralidad de los marginales

Pablo Baca, RC y Estela Mamaní, en el CC Héctor Tizón
El reciente 20 de julio, en el Centro Cultural (CC) Héctor Tizón, me tocó moderar una mesa de poetas en la que estuvieron: Pablo Baca, Estela Mamaní, Pablo César Espinoza Lafuente y Juan Pablo Salinas Guillén; los dos primeros de esta provincia y los restantes de Cochabamba, Bolivia. Fue la primera vez que visité el CC Héctor Tizón y debo reconocer que me agradó mucho. Un público numeroso siguió la lectura de los poemas que no fue para nada acartonada, ni aburrida. (Aclaro esto porque mi amiga Nati sólo conoce lecturas plúmbicas que hacen que ella, cuando las recuerda. afirma que se "pegaba unos emboles importantes". Algún día, alguien deberá juzgar a muchas de nuestras instituciones, en especial a las "sádicas", por el crimen de lesa poesía).

La cuestión es que fue un gusto conocer a poetas del otro lado de la frontera que manejan bien las palabras y el humor. Lo mismo que reencontrarnos públicamente con Pablo Baca y Estela. A los dos los había leído intensamente antes que de que editaran sus primeros libros. Creo que nunca más volví a leer con tanta voracidad. Ellos, desde entonces, eran buenos poetas y yo tenia veintipico de años y creía en la revolución y en la poesía; ahora sólo creo en la poesía, pero no crean que es poca cosa.

De la poesía de Pablo siempre me gustó su manera enigmática de narrar. La capacidad para crear climas internos y conmover. Me parece que actualmente la política gana mucho más que lo que aparentemente pierde la poesía al verlo tan diputado provincial . Aquella noche afirmé que él es la gran esperanza blanca de la intelectualidad del radicalismo jujeño y, como dijo alguien aquella noche, dará pelea dentro del ring.

Con Estela tengo otro tipo de relación. Desde el vamos, cuando la conocí, ella cuestionó su propia condición de profesora de letras ("para lo único que sirve una profesora es para corregir la ortografía y hasta ahí", me acuerdo que decía).  Que alguien haya estudiado la carrera de Letras en la Universidad, que además no haya matado la creatividad que tiene adentro y que sea capaz de mirar críticamente a sus pares y a ella misma, no es algo muy común. Y que encima escriba buenos poemas, ya está.

Para no ser un plomazo, como diría mi amiga Nati, voy a cerrar este entrada con un texto que escribí, en 1997, para la reedición de una antología que por distintas razones no llegó a tal.


EL SILENCIO DE LOS JUJEÑOS



En una galería de arte -que ya no está más- de la calle Belgrano, un chanta porteño (de cuyo nombre no quiero ni acordarme) organizaba reuniones en las que se hablaba de poesía. Ahí fue donde conocí a Estela Mamaní. Por alguna razón que ignoro, ella no era -ni aparentaba- ser amigable. Un día, todos -o casi todos- leímos cosas propias. Cuando le tocó el turno a ella nadie daba ni cinco. Y nos sorprendió a cada uno de los que estábamos presentes.

Después, me acuerdo, hablamos de la actuación de Charly García en el estadio del Parque San Martín; comentamos un poema de Juan Gelman (“Lamento por gallagher bentham”) y ella me preguntó si quería conocerlo. Le dije que sí y sus palabras fueron tajantes: “Andá a La Quiaca y entrá a la comisaría. Debajo de un cartel que dice BUSCADO, está la foto”. Entonces estábamos en la primavera alfonsinista y todavía Gelman no podía regresar al país.

No sé en qué momento decidimos armar un grupo para publicar poemas. El hecho es que con Estela y otros amigos descubrimos lo que significa trabajar para la poesía. Después nos separamos; ella se fue con sus hijos a Tilcara, yo encaré hacia Córdoba.

Sus poemas todavía no tienen libro propio. Quizás, porque lo que ella escribe no se parece en nada a lo que hay publicado. En sus versos -como en ella- se nota un gran respeto al silencio. Es más: su poder reside en el silencio. Sus poemas valen por lo que dicen, pero más por lo que dejan de decir.

Sus silencios, además de ser representativos (los jujeños, en general, no somos de hablar mucho -excepción hecha de los políticos y los animadores televisivos, tan parecidos últimamente), son signos secretos que esperan a lectores atentos para ser descifrados. Por eso si alguien quiere conocer profundamente nuestra provincia tiene que recorrerla esquivando los circuitos hechos para turistas y meterse a compartir cosas con sus habitantes. Pero también tiene que leer, por ejemplo, “En Jujuy”; en ese poema Estela habla un lenguaje secreto que es de esta tierra. Testimonio de un silencio que muy pocos han expresado.

Muchas veces yo le hablé de publicar. Y ella, sistemáticamente, no le dio importancia. Lo que sí le importa es escribir sin traicionar. Escribir de sus cosas, de sus alegrías y tristezas, del amor.

Debe ser por lo anterior que en un poema les habla a los borrachos de la vereda y, con una especie de sequedad expresiva, les hace un lugar para que metan la espalda. Habla de un sueño que “la ciencia nunca podrá descubrir” y muestra no sólo la precariedad del prestigio científico sino que ella misma confiesa no poder descubrirlo; esa precariedad está en su lenguaje y -aunque parezca irónico- ése es su poder. La búsqueda de este poema no es la belleza como se la entiende generalmente, o es otra clase de belleza que se parece mucho a una especie de totalidad en el vacío.

Y también ha escrito himnos. “Ave fénix” es un canto generacional, una escritura donde entran los años de plomo que nos transformaron en un amor acuchillado y en los que existir equivalía a resistir. En tanto, “Es tolteca” significa una forma de conocimiento que bien podría ser un texto de antropología poética; los espacios en blanco adquieren en la página significados expresivos, tanto que parece un dibujo muy preciso. En estos poemas -como en la mayoría de su obra- hay dos fuerzas que actúan en paralelo: el silencio se expresa con plenitud, a la vez que el lenguaje calla con exactitud.

En estos días, con motivo de trabajar en la reedición de este libro, nos volvimos a reunir. Está contenta de trabajar en Tilcara, aumentó un poco de peso y sigue siendo muy auténtica. Hablamos unas cuantas horas; durante varios minutos el silencio cortaba nuestras palabras. Entonces me di cuenta: el silencio no es el simple hecho de callarse, sino el acto de prescindir de todo ruido especulativo que interrumpa una conexión completa con el mundo.

Estela, armada con la desnudez de los sentidos, sigue viviendo en coherencia con su espacio. Tiene un código cortito: no aparentar, no traicionar.

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