martes, 2 de octubre de 2007

Tres historias de hombres infames

Todos los vecinos ayudan a Agustina. Ella pasa después de las nueve de la noche y en cada casa recibe restos de comida, algunas monedas y, de vez en cuando, útiles escolares. ¿Cómo es que la desgracia se adueñó de ella y sus tres hijos? Quizás todo comenzó cuando su marido volvía borracho después de haber cobrado algunas changas y la golpeaba. Más tarde, cierta tranquilidad llegó a la vida de esta mujer: el golpeador abandonó a la familia y nadie supo más nada de él. Ni siquiera volvió cuando el hijo mayor apareció ahorcado en la seccional del barrio.

Juan estaba por cumplir los dieciocho y había empezado a deambular, junto a sus amigos, por otros barrios. Estaba en la edad en que los jóvenes sienten la obligación de buscar mujeres para el levante. Una madrugada, a la salida de un boliche, el hijo mayor de Agustina se vio envuelto en una pelea de borrachos y, para su desgracia, esa vez la policía se presentó rápidamente.

Una trompada en la nuca lo había dejado mareado y tambaleante. Por eso, él no tuvo la agilidad que sí tuvieron el resto de los contrincantes y fue detenido. A partir de ahí, el resto de la historia se completa con suposiciones.

La versión oficial dice que el joven se ahorcó con su campera: una manga estaba atada a un tirante y la otra envolvía el cuello. Para los amigos de Juan eso nunca podría haber ocurrido porque no estaba ni borracho, ni tenía estados depresivos y la circunstancia en que fue detenido dejaba muchas dudas. Para la madre, que no tiene más fundamento que lo que le dicta el corazón, su hijo nunca hubiese querido provocar un daño ni mucho menos hacerla sufrir.

El hecho ocurrió hace dos años y circuló como un rumor que se fue deformando a medida que se transmitía. Para colmo, Agustina no tiene trabajo fijo, ni siquiera tiene una de las ayudas económicas que brinda el gobierno o algunas de las organizaciones sociales. Sin formación laboral y sin una voz que interese a los medios masivos, tiene miedo por sus dos hijos y no dispone del respaldo que va más allá de la solidaridad acotada de sus vecinos.

Nadie pidió por ella; yo no hice nada. Si recién ahora escribo sobre este caso es porque no puedo aguantar el óxido que tengo en la garganta y porque sé que si no lo cuento, mi cuerpo se llenará de herrumbre.


El caso Marcuzzi

La persona que me contó el drama de Agustina inmediatamente recordó un hecho que sacudió a toda la provincia en los últimos días de 1997: el asesinato de Juan Marcuzzi en la carnicería de su familia. Según uno de los abogados del padre de la víctima, se trató de “un crimen por encargo”.

En el sangriento episodio murieron, además, dos delincuentes y un policía. En tanto que el padre del joven asesinado salvó milagrosamente su vida. El caso fue tan impactante que los diarios de tirada nacional no pudieron dejar de mencionarlo. Así, la corresponsal de Clarín escribió que se trató de un “brutal asalto comando a una carnicería”. Por su parte, Raúl Noro, en La Nación, relató que: “Cuatro muertos (entre ellos un policía, dos delincuentes y el hijo del dueño de un conocido negocio de venta de carnes) y tres heridos fue el resultado de un espectacular asalto, que tuvo visos impensados por la toma de rehenes, que luego fueron liberados, y por un violento tiroteo que se prolongó por lo menos tres horas, en un concurrido barrio comercial de esta capital”.

Posteriormente, hubo un primer juicio en el que se condenó a Gustavo Medina por robo calificado y homicidio; el condenado, es necesario recordarlo, fue el único de los asaltantes que no fue abatido por el personal policial. Más tarde, el comisario Héctor Francisco Burgos fue condenado por el delito de robo y falta a los deberes de funcionario público. Burgos, una vez que la balacera había terminado en aquella fatídica noche, simuló que estaba herido y se retiró con una parte del botín. Cuando se lo juzgó el padre de Juan Marcuzzi exclamó: “A mí no me interesa lo que pueda haber pasado con esa plata. A mí lo que me interesa es saber la verdad. Mataron a mi hijo. ¡Yo quiero Justicia!”.

En los primeros días del mes pasado, la policía detuvo a Daniel Eduardo Gianinetto, quien está procesado por su participación en el sangriento asalto y era, según un diario local, “una de las personas más buscadas de Interpol”. La detención podría permitir la unión de varios eslabones sueltos, ya que según el padre del joven Marcuzzi existe una cadena de encubrimientos por parte de los autores del aquel violento hecho.

El próximo 23 de diciembre se van a cumplir diez años de aquel caso que todavía tiene varias interrogantes.


Un genocida en San Salvador de Jujuy

El miércoles 26 de setiembre, Luciano Benjamín Menéndez fue citado a declarar en la causa penal por el secuestro y desaparición de la maestra Dominga Álvarez de Scurta. El genocida había sido comandante del Tercer Cuerpo del Ejército que bajo su jurisdicción estaban las provincias del norte. Él, además de ser un protagonista central de la última dictadura, también ocupó el centro de la escena mediática el 21 de agosto de 1984.

En aquel día, a la salida de un canal de televisión, envuelto en sobretodo oscuro como un uniforme, el genocida sacó un cuchillo con el que intentó atacar a un grupo de manifestantes que lo insultaba. Dos personas también formaron parte de la escena (imagen que después, congelada en una fotografía, obtuvo el premio Rey de España de fotoperiosimo): estaban a los costados del cuchillero. La expresión de los hombres que aparecen sin sobretodo era de temor. Podrían no temer a Menéndez, pero de algo no dudaban: sabían que él era temible. Seguramente conocían las consecuencias fatales de su furia y por eso intentaron frenarlo con desesperación.

En nuestra ciudad, Menéndez -asistido por su abogado defensor Horacio Conesa Mones Ruiz- se negó a declarar y la imagen que trascendió a los medios -esta vez- fue patética. El miedo se apoderó del rostro de Menéndez, quien tuvo que ser sacado por personal de seguridad en un operativo muy cuidado.

El “empeño” de los hombres uniformados (policías, gendarmes y penitenciarios) fue justificado, según el semanario El expreso del 28 de setiembre, a fin de evitar que los embravecidos reclamantes le hicieron daño al represor, “como si no se lo mereciera”, remata la publicación.

En este punto vale hacer una aclaración: el reclamo de las madres y los familiares de detenidos desaparecidos de Jujuy es por un acto de justicia, no por un acto de venganza. Muchos de los manifestantes (“miles”, según la citada publicación) y unos pocos periodistas parecerían que no entienden esta diferencia. Los destrozos realizados en el edifico donde funciona el Juzgado Federal y la escasa crítica periodística, así lo demuestran.

Para que quede bien claro: Menéndez, como todo genocida, se merece el repudio generalizado. Debe ser juzgado y condenado por los crímenes que cometió y, en el caso de Jujuy, por los crímenes que permitió que se cometieran, como el de Dominga Álvarez de Scurta y otros casos que superan el centenar. Lo que no se merece es que lo golpeen en un acto de venganza.


Una historia de la violencia

El pensador alemán Walter Benjamin es recordado porque, entre otras actitudes, supo mantener un feroz combate contra de la actitud de anticuario que profesan los que se dedican a escribir la historia. El pensador alemán se oponía a pensar el presente desvinculado del pasado. Para él, lo sucedido no debía estar encerrado en una especie de mausoleo en el que se encuentran solamente muertes y fósiles que apenas sirven para que los historiadores del futuro tengan con qué entretenerse.

Hay historias que sólo hablan de las clases dominantes y relegan -o mejor: clausuran- todo lo que tenga que ver con las víctimas que pertenecen a los sectores populares. En el caso del hijo de Agustina, no hay ningún abogado que pida justicia. Me pregunto cuántos casos como éste existirán. Y también qué acciones podemos hacer, dentro de nuestros límites y según nuestras posibilidades, para que los hombres infames sean juzgados.

En el caso Marcuzzi, más allá de las muertes, lo lamentable es que un jefe policial, cuya función debería ser evitar la delincuencia, haya robado parte del botín y que tengan que pasar muchos años para conocer la verdad.

Finalmente, la presencia de Menéndez en esta ciudad no debería hacernos olvidar que existen otros responsables directos del secuestro y posterior asesinato de la maestra. En mi libro Con vida los llevaron figuran los nombres de varios integrantes de las secta de la picana de aquellos nefastos años. Y también están algunos nombres de civiles que colaboraron con la tarea. Sin ir más lejos, aparece el nombre de quien ofició como testigo de la detención de Dominga Álvarez de Scurta por parte de Ernesto Jaig y sus esbirros. Es el mismo que, en el penúltimo año de la dictadura, asumió como ministro de Gobierno de Jujuy. ¿A que no saben de quién estoy hablando mientras por primera vez en mi vida escribo llorando para que el óxido acumulado salga de mi garganta?

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