miércoles, 19 de diciembre de 2007

Hora cero

Nota publicada en el diario El Tribuno, Salta, lunes 24 de diciembre de 2007.

En mi niñez, las fiestas de fin de año eran equivalentes. Sólo se distinguían porque Navidad la pasábamos con unos abuelos y Año Nuevo con los otros. En las dos siempre había mucha comida porque vengo de familias numerosas.

Mis cuatro abuelos eran trabajadores rurales. Todos semianalfabetos y con una salud de hierro. No sé cómo mi abuela materna llegó a administrar prósperamente un almacén y también ignoro el trabajo que hacía mi abuelo paterno en la sala que todos sus hijos llamaban el escritorio y donde no debía volar ninguna mosca. Los cuatro eran respetuosos de las fiestas religiosas y cortaban las puntas de las orejas de sus gatos para que no los dejaran entrar en la Salamanca.

Recuerdo los preparativos de aquellas fiestas: las mujeres se movían presurosas en la cocina, los hombres preparaban brasas o una bebida con frutas y mucho alcohol; todos tenían alguna obligación. Por eso, mis primos y yo podíamos jugar libremente sin miradas vigilantes. Desde temprano regulábamos fuerzas porque sabíamos que lo mejor estaba, siempre, a la medianoche.

A la hora cero uno podía comer lo que se le antojara y los buenos modales ya hace rato que se habían perdido. Pero no era eso lo que más nos gustaba. Siempre había un tío soltero que nos regalaba petardos, cañitas voladoras y baterías de cohetes. Y, como estaba con unos tragos de más, nos regalaba su encendedor.

Creo que no hace falta decir que dejamos de ser niños cuando tenemos nuestro propio encendedor. Ese pequeño aparato, para cualquier adolescente, vale más que el arco de flechas, la pelota de cuero o el disfraz del Zorro. No sé por qué siempre me hice ilusión que la mujer de mi vida me iba a reconocer por el encendedor.

Después, como todos, concurrí a muchas fiestas, pero las reuniones familiares ya no fueron tan numerosas ni tan divertidas. Me perdí con otras gentes y cuando tenía veinte años creí que una nueva Navidad era posible. Era el tiempo de la posdictadura y yo también, ingenuamente, creía que con la democracia se comía, se educaba y se curaba.

Ya soy grande y no creo en los Reyes Magos. Tampoco creo en el rey que manda a callar a un mestizo presidente. Ni muchos menos en el presidente del norte que invade países con recursos naturales. A propósito, hace un par de años, unos amigos españoles me mandaron una postal digital en la que George Bush colgaba bombas (en lugar de guirnaldas) en un arbolito de Navidad.

Todavía creo en las reuniones de familiares y amigos. Pero no creo que cuando sea abuelo alcance a sentarme en una mesa numerosa como las que armaban mis predecesores. Por otro lado, sé que mi decadencia física es inevitable y por eso he dejado de fumar. Guardo, sin embargo, un encendedor. Es posible que le sirva a un sobrino para que, a la hora cero, deje de ser niño.

Fotografía: "El asado en Mendiolaza" de Marcos López.

1 comentario:

Anónimo dijo...

siempre tan lucidos sus comentarios, aprovecho para mandarle un abrazo en estas fiestas, aunque no me encuentre de la mejor manera
http://www.cadena3.com/noticias_ampliada.asp?
historial=si&mas=103531&cod=1

Felicidades!

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